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Un recuerdo del maestro Jorge Consuegra

Jorge Consuegra / Foto Colprensa cortesía Luis García

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Por: Indalecio Castellanos

Los profesores de matemáticas me dieron duro contra el mundo por mi falta de talento para los números, pero en cambio el profesor Jorge Consuegra me hizo amar el ejercicio del periodismo con tanta pasión, que hoy puedo decir que fue mi auténtico maestro en la universidad.


Era el inicio de la década de los 80 y el profe Consuegra llegaba con su sonrisa proverbial y sus saquitos de colores, con su insistencia para que leyéramos porque esa era la única manera de comerse el mundo.


Inpahu era una institución amontonada en cinco casas y sus salones eran pequeños y cálidos y allí el profesor Consuegra desarrolló la tarea formidable de enseñar que el periodismo es pasión por encima de todo.


Enseñaba que se debía redactar como caminando, como comiendo, impulsado por la potencia de la vida.
Llegaba a clase siempre con libros y con los recortes de los periódicos que sacaba como un trofeo para demostrar cómo a los medios les faltaba rigor, mientras comparaba las diferencias en los datos sobre un mismo hecho, lo que calificaba como el principal pecado del ejercicio profesional.


En su oficio como profesor insistía en que era necesario enfrentarse a la realidad, salir a la calle a buscar historias y ejercer los oficios de los colombianos más luchadores.


Un día se apareció con media docena de uniformes de la Empresa Distrital de Servicios Públicos, EDIS, y les puso el reto a sus alumnos a ir a recoger la basura en los barrios del sur de Bogotá.


En otra ocasión el profe Consuegra propuso hacer un trabajo de investigación sobre el río Bogotá, que incluía caminar por los bordes del afluente desde la parte alta de Villapinzón, donde nace, hasta más allá de la capital, para entender los problemas de contaminación que aún lo agobian.


Pero posiblemente el ejercicio más conmovedor para unos e inútil para otros, ocurrió cuando el profesor dispuso que sus alumnos nos sentáramos las dos horas de la clase en una esquina del barrio Teusaquillo, para observar detenidamente lo que pasaba y construir una historia.


Y mi recuerdo más emotivo y feliz de mi paso por Inpahu, es el del momento en que el profesor Consuegra pregunta quién es Indalecio, y en medio de las máquinas destartaladas en las que jugábamos entonces a ser periodistas, me dice que me ha puesto la máxima nota.


Después en mi ejercicio profesional ha habido tantos instantes de felicidad, de frustración, de miedo, pero ninguno se compara con ese que significa para mí, viéndolo ahora en perspectiva, como mi primer reconocimiento como periodista.


Profe Consuegra, en un cuaderno en el que escribí a escondidas pretendidos poemas, guardé la hojita con la historia que usted nos hizo construir sentados en los alrededores del Inpahu. Esa pequeña crónica que resumía el ejercicio de clase se llamaba tedio y color y fue escrita hace más de 35 años.


"Estoy en la calle 39ª algunas cuadras de la Caracas. Monserrate y su silencio están al final de un horizonte de casas que no cambia y añoro su verdor entre el bullicio de los carros que aquí pasan raudamente como buscando más allá de esta lánguida hilera de árboles, la paz que no se encuentra entre pitos, frenazos imprevistos, troles repletos de gentes sin humor y ciclistas imprudentes que llevan en la parrilla su futuro.


Es esta una calle como todas. Hay números y gestos repetidos, carros amarillos, azules y rojos, postes y avisos incomprensibles como yo, una cabina de teléfonos, un semáforo cansado de refrenar los ímpetus, árboles pálidos que no tienen de dónde tragar oxígeno, jardines descuidados que insisten en florecer a pesar de la sequía, hojas amarillentas y muertas regadas por el suelo y el mismo aire de estupidez que se respira en toda la ciudad.


Parece que nada fuera de lo normal y cotidiano pasara en esta esquina, en la que todo parece igual. El mismo cálido sol brillando sobre las cabezas y sobre las complicadas construcciones; el mismo cielo hoy deficientemente azul, las mimas casas de la Bogotá del sur o del norte, la misma rutina impuesta en Unicentro o en San Victorino.


Sin embargo, por esta esquina pasan personas y animales que saben o no a dónde van y así todo es distinto y tiene color. Aquí es el rosado descomplicado o el morado chillón que viste una joven que no conoce la vida y pasa riéndose de todo, incluso de nosotros. Aquí es el verde esperanza de un viejo triste, desdentado y sucio que está plenamente convencido que Cristo salvará al mundo y aprovecha la oportunidad para comunicárnoslo. Aquí es el gris reflejado en el rostro rugoso de una anciana de cabellera cana y andar difícil, que sin alzar la mirada, porque ya se conoce la calle de memoria, pasa arrastrando su perrito blanco de pelo primorosamente recortado y muy perfumado de seguro, un perro de alta sociedad creo yo.


En esta esquina también es el negro de una perra de tugurio, descuidada y famélica, una basura que arrastrando las tetas busca entre los desechos su sustento y el de sus hijos. Es un residuo de viejas glorias pasando entre construcciones decadentes y con sabor a pasado, como ella. En esta calle absurda y contaminada hay color, hay vida".


Maestro Consuegra, a usted que enseñó tantas cosas, pero sobre todo pasión por el oficio, hoy le digo gracias.
Con el corazón arrugado me quito el sombrero para decirle adiós maestro de la vida y el periodismo.


Descanse en paz.