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El Día de los Muertos

Nací el día de los difuntos y creo que de allí me puede venir mi fascinación por la muerte.

No es que me atraiga la idea ni que me ronden pensamientos suicidas porque disfruto la vida, pero me gusta pensar en ella como la única certeza de verdad y acaricio su existencia contundente como el motor que mueve los sentidos de nuestra siempre efímera vida.

Tiene mala fama, genera temores, viste de negro, a veces ni siquiera la nombramos en voz alta y los seres humanos vivimos sin mirarla como si fuéramos inmortales, pero su presencia real esperándonos paciente al final del camino es una motivación inmensa para beberse cada segundo de vida porque puede ser el último.

La muerte es fiel, es la única que no falla a la cita, sabe cuál es su tiempo, nunca antes, nunca después, espera paciente, nos acoge a todos. Debe tener algo de dulce esa muerte que es lo único eterno y que nos abre la puerta a lo que puede ser.

Con frecuencia la invoco, pienso cuándo tocará a mi puerta, la miro tranquila, la dejo estar cerca, caminando a mi lado esperando el momento. Ella sabe mi hora, yo no la sé pero no le temo. Cuando a veces, como a todos, se me olvida que está ahí y de pronto vivo como si fuera eterna, la llamo de nuevo porque ella me recuerda que mi destino es el mismo, que las vanidades sobran, que todos somos iguales, que su abrazo me va a alcanzar como a todos y entonces entiendo que hay ciertas batallas que no valen la pena. La fundamental, la crucial, la tiene ganada ella y todos vamos caminando por ahí con su sello pegado en la frente. Por eso hay que vivir mientras ella llega puntual a la cita.