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El parqueadero que volvió a ser teatro

Seguro que hubiera despertado más emoción el anuncio de que ese viejo teatro del centro de Bogotá iba a ser demolido con una carga de dinamita, porque ese es el carácter de lo auténticamente colombiano.

La cita de esta semana no tenía nada que ver con la desgracia, como ocurrió en septiembre de 2012 cuando se incendió la edificación del sector de San Victorino, en la que funcionó desde la década de los 60 el Teatro Ponce, uno de los referentes de la edad de oro del cine de la ciudad y que para poder sobrevivir terminó proyectando pornografía y presentando peleas de lucha libre.

Esta mañana de jueves no había demasiada algarabía ni expectativa desbordada con el anuncio de la reapertura del viejo Teatro Bogotá, que en algún momento se llamó el Teatro Cuba, pero era en todo caso un momento emotivo en el que era posible comprobar que la vieja edificación construida en 1918 recuperaba algo de su antiguo esplendor.

Resurgía de sus cenizas el teatro que fue fundado para competir con el imponente Salón Olimpya que desde 1912 presentaba a los abismados espectadores de la parroquial Bogotá, las películas del momento y las representaciones de teatro, zarzuela, ópera y baile.

Abrió sus puertas este escenario en el que se presentaron los mejores artistas de inicios del siglo pasado y que mordió por primera vez el polvo de la derrota cuando fue destruido durante las revueltas que siguieron a la muerte de Jorge Eliécer Gaitán en 1948.

Volvió para ser el lugar de ensayos de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, este escenario que tras el Bogotazo quedó en manos de Cine Colombia y que los últimos años terminó convertido en un parqueadero amenazado por el orín y el óxido, en el que la única diva era doña Eloísa, la mujer que por 25 años fue la celadora del estacionadero de carros.

Es doloroso pero de alguna normal a causa de las dinámicas urbanas y del mercado, que los viejos teatros tengan otros usos cómo es posible comprobarlo a lo largo de una sola calle de Chapinero en dónde el Radio City dio paso a un edificio de apartamentos, el Palermo se convirtió en un billar, el Trevi en una Iglesia, el Lucía en un almacén de calzado y el Metro Riviera en un pequeño centro comercial.

Por eso es tan raro que un escenario construido hace 86 años, vuelva a abrir sus puertas para seguir siendo un escenario cultural, a pesar de todas las vueltas que le han puesto a dar en la vida.

El ensayo

Esta mañana no hay ni la pompa ni la elegancia que caracterizaron las funciones de principios de siglo, la gente no está vestida de riguroso negro y es tan informal la convocatoria que incluso uno de los músicos llega en bicicleta y es el primero en entrar cuando se abren las puertas.

Uno de los invitados espera al frente al edificio, justo en el lugar en el que antes estuvo la vieja casona en la que se grababan los episodios de la recordada serie televisiva de don Chinche y al ver la escena del hombre coronado por un caso verde de ciclista, solo atina a decir "iconoclasta", para advertir la osadía del hombre que parece ir en contravía de la pretendida solemnidad del momento.

El hombre guarda su "caballito de acero" en la portería y se dirige raudo hasta el inmenso caparazón metálico en el que guarda su contrabajo y aún sudoroso y agobiado por el ejercicio y el peso de su instrumento, camina hacia el escenario principal para iniciar el concierto.

Pasa entre las sillas de plástico para comprobar que ahora este es un sencillo lugar en el que se extrañará para siempre la robustez de su construcción, la hermosura de sus balcones laterales y las agitadas jornadas culturales y hasta los vivas al Partido Liberal cuando allí se hacían las convenciones de esa colectividad.

Ya no está la imponente fachada estilo republicano destruida por las hordas durante El Bogotazo y apenas se insinúan los recuperados trazos del granito y las formas geométricas y sencillas del estilo Bauhaus con el que fue reemplazada, lo que en todo caso es mucho mejor que esa imagen patética de las paredes pintadas con las líneas negras y amarillas de un parqueadero barato.

El ciclista del contrabajo mira a la concurrencia conformada por músicos, periodistas y curiosos que han ido para el primer ensayo de la Filarmónica de Bogotá en su sede propia y se deja llevar por las emociones de la música, cuando la directora brasileña Ligia Amadio anuncia que se interpretará la pieza Muerte y Transfiguración de Richard Strauss.

Y la jovial directora que había estado tomando fotos para perpetuar ese instante de emoción, que también debió sentirse en 1918 cuando se inauguró ese lugar, hace una bella analogía para decir que el hombre de la pieza clásica y el teatro que reabre sus puertas se confrontaron con su lado más oscuro, no sucumbieron ante el deseo más íntimo de destrucción y al final los dos pudieron gritar "que todo es posible hasta el infinito".

Amadio reitera emocionada que "este espacio puede significar la muerte y la transformación en algo increíble", tras lo cual inicia el ensayo que despierta aplausos emocionados del puñado de asistentes al renacimiento de este espacio cultural, que tuvo su punto en quiebre más dramático en la década de los sesenta, cuando la ciudad empezó a crecer hacia el norte.

Renacer de las cenizas

Para hablar de la reconstrucción del Teatro Bogotá habría que echar mano de la poesía de Julio Flórez que escribía que "todo nos llega tarde, hasta la muerte" o del aforismo popular que sabiamente asegura que "más vale tarde que nunca".

El 6 de enero de 1991 el periódico El Espectador publicaba que habían sido aprobados 150 millones de pesos con destino a la readecuación del Teatro Cuba, para permitir que el espacio de 1200 metros cuadrados adquirido en 1978 sirviera de lugar de ensayo de la Orquesta Filarmónica de Bogotá. La publicación aseguraba que la sede sería entregada en el año de 1992, con ocasión de la celebración de los 25 años de la orquesta.

Y aunque para entonces no hubo un "carrusel de la contratación", por lo menos que se sepa, las obras jamás se hicieron y solo ahora 22 años después, con una inversión de 400 millones es posible concretar la idea de rescatar esta edificación tan cercana a la tradición y la cultura popular de la capital colombiana.

Contra viento y marea se ha salvado un teatro, que como explica el arquitecto Esteban Solarte Pinta, "se constituye en el espacio de la aspiración humana para reconocerse con sus semejantes y con la cultura". Seguirá su tarea el Teatro Bogotá, que como explica Solarte en un artículo publicado por la Universidad Jorge Tadeo Lozano, "junto a nombres como el Rex, Cid, Olimpya, Opera, entre otros, hizo parte del espíritu cultural de globalidad en Colombia".

El director de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, David García confía en que este espacio se constituya en "una verdadera fábrica de músicos" y para el espíritu, esto es mejor que una fábrica de empanadas, aunque muchos en este país piensen que se venden mejor.