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La revolución tras el ocaso

El olfato especial de Claudio Elórtegui para ver venir los acontecimientos nunca fallaba. Nos conocimos durante la Cumbre Mundial de Comunicación política en Ciudad de México, y desde siempre me impactó su capacidad para moverse en las arenas movedizas de la política mundial. Me enseñaba lo que es y lo dinámica que era. En su tiempo, predijo la llegada al poder de caudillos como Hugo Chávez en Venezuela y Néstor Carlos Kirchner en Argentina. Gracias a su condición de periodista se enfrentó heroicamente en un debate televisado a Sebastián Piñera, cuando era candidato a la presidencia de Chile, revelando datos que involucraban al político con el negocio de la salud. “Todo se puede decir dependiendo de cómo se diga”, rezaba.

Fue en el “lobbie” del hotel Hilton, durante una acalorada charla que encendía los ánimos y amainaba el frío de esa inusual noche de diciembre, cuando Claudio hizo pública una desconcertante profecía. Mi amigo, un tanto incómodo, pasaba su copa con nerviosismo de una mano a la otra. El rostro grave me indicó que estaba angustiado. En verdad yo también lo estaba. Era uno de esos días frágiles, lúgubres, donde el viento rebelde trasporta hojas secas hacia la muerte. El reloj marcó las ocho de la noche y antes de que el camarero ahondara en las características del nuevo vino tinto a destapar, una piedra proveniente del exterior impactó los ventanales. El golpe, seco y contundente, rompió el hermetismo del momento e hizo reaccionar a mi amigo. Claudio pálido como el papel, se levantó de su silla y con voz grave sentenció: ¡en México habrá guerra civil!

El hotel se ubicaba sobre la Avenida Juárez, lugar neurálgico en pleno centro histórico de la ciudad. Estábamos a escasos metros del Palacio de Bellas Artes, una joya arquitectónica que por su estilo exquisito y refinado haría retorcer de envidia al escultor Miguel ángel. Tras la escandalosa pedrada al cristal se hizo el caos. Cientos de manifestantes marchaban por la calle, frente al hotel, con banderas y consignas alusivas a la revolución mexicana de 1910. La turba se dirigía al legendario zócalo, o Plaza de la Constitución, frente al palacio presidencial. Los indignados, en su mayoría jóvenes universitarios encapuchados, inundaban las calles interrumpiendo el paso de vehículos y pintando sobre el asfalto, paredes y en carteles la misma consigna: ¡que vuelvan los 43!

-En América Latina la frontera entre el delito y la política es tan tenue que resulta casi imperceptible, dijo Claudio.

-México ha despertado con ojeras pintadas por años de insomnio, agregó.

La multitud arreció con chiflidos y gritos llenos de hostilidad. El vahó social iba en aumento exigiendo justicia. Todos pedían noticias de los 43 estudiantes desaparecidos en extrañas circunstancias días atrás en el municipio de Iguala de la Independencia, en el Estado mexicano de Guerrero. Familiares de los jóvenes acusaban a la policía municipal y al gobierno de Enrique Peña Nieto como culpables del genocidio.

-El pueblo ya no se deja meter los dedos a la boca, interrumpió, con acento mexicano, un hombre gordo de piel cobriza y nariz rechoncha.

Me sorprendió la mirada profunda del sujeto salida de un rostro "cantinflesco" enmarcado en arrugas y su voluminoso abdomen. Dijo llamarse Juan Bosso. Estaba hospedado en el "Hilton" desde hace dos días y confesó ser oriundo de un humilde municipio de San Luis Potosi. Había bajado al Lobby buscando un teléfono fijo para llamar a su madre nonagenaria y desearle buenas noches, cuando se percató del escándalo callejero.

El desconcierto fue total cuando vimos tanquetas de la policía arribar ruidosamente al lugar. Embebido en mis recuerdos empecé a rememorar las tradicionales marchas estudiantiles en la Universidad Nacional de Colombia de Bogotá. Era el choque de dos fuerzas donde, por lo general, uno terminaba por comerse al otro por medio de la fuerza y la brutalidad. Temí lo peor. Había pasado más de media hora desde el primer altercado y Claudio empezó a mascar pausadamente un chicle para espantar el tedio de la espera y disipar el incómodo tufo producto de la ingesta de vino.

Miré el reloj y supe que eran casi las nueve de la noche. Sentí un extraño deseo de salir y enfrentar la realidad. A cada momento estallaban con estruendo los petardos. El escuadrón móvil antidisturbios de la policía avanzaba en dirección este al encuentro de los manifestantes, quienes ya se contaban por cientos y se adentraban por la lujosa calle Madero para desembocar a la Plaza de la Constitución. Los impactos de las balas de goma y los gases lacrimógenos disparaban, como gritos desgarradores, las alarmas de los coches aparcados en la zona. Los estudiantes silbaban, chillaban, proferían alaridos llenos de hostilidad. El desconcierto fue total y la preocupación termino por invadir nuestras mentes. Luego llegó la mudez. Un pesado e incómodo silencio consumió al lugar.

- ¡Órale licenciado, parece que al final de la calle un cataclismo se tragó a los manifestantes!, bramó Juan, el mexicano, mientras nos miraba con asombro.

- ¡Salgamos!, dijo Claudio.

-No hemos venido desde tan lejos para perdernos este espectáculo, insistió el chileno.

Sorprendidos, todos volteamos a mirarlo. Hasta hace unos minutos su rostro era duro y reflejaba desagrado, ¿por qué esa transfiguración tan repentina?

Sin embargo, tanto Juan, el mexicano bonachón, como yo, aprobamos la decisión y decidimos salir a las frías calles. A excepción de Juan, los demás éramos extranjeros. Queríamos respirar el ambiente social de ése momento histórico tan importante para México.

Solo bastó con poner el primer píe fuera del hotel para que la situación nos golpeara. Nos sacudió como un mazazo seco, en nuestras frentes.

Al son del organillo.

La noche era muy fría. La calle Benito Juárez, artería principal del sector, se encontraba difusa ante nuestros ojos. Nos alertó un olor concentrado de humo provocado por las quemas. Entendimos que la neblina que cubría al lugar, como un velo blanco, era producto de los incendios de los manifestantes y el gas expulsado por las tanquetas policiales. El frío era intenso y una corriente de aire barría el lugar trasladando toda clase de papeles y mugre por las calles.

El silencio sepulcral era incómodo. Caminamos con sigilo por el parque La Alameda hasta llegar a uno de los monumentos más hermosos que se pueden apreciar en la Ciudad de México: el Hemiciclo a Juárez. El bello monumento semicircular de mármol blanco, conformado por columnas de estilo griego, resalta una imponente escultura de Benito Juárez, junto a las personificaciones de “la Patria” y “la Ley” que coronan al prócer con laureles. Justo en la base del monumento, donde reposan dos majestuosos leones, los manifestantes que pasaron por el lugar izaron una bandera mexicana con la inscripción: ¿dónde están los 43?

Juan, el más impulsivo de los tres, recordó que Benito Juárez fue un adelantado a su tiempo, un visionario con facultades únicas.

-La Patria y la Ley lo coronan y el país vuelve a invocar su espíritu para pedir justicia”.

El viento soplaba con rotunda inclemencia, me hizo estremecer. Seguimos la marcha hasta que percibimos la presencia de personas frente al Palacio de Bellas Artes. Eran diez individuos. Conforme nos acercamos pudimos apreciar que los sujetos, todos hombres, portaban sombreros, estilo Quepis, de color marrón y overoles enterizos del mismo color. Cada uno sujetaba una caja grande con una manivela.

Claudio, que hasta el momento había sido el más callado, corrió al encuentro de los extraños hombres mientras nos animaba a seguirlo. Gritó: -¡son organilleros!, vengan a escuchar las melodías.

Debo reconocerlo. Nunca había conocido a uno de estos particulares ejecutantes del Organillo, una caja reproductora de melodías. Lo primero que nos dijeron fue que estaban allí para apoyar a los manifestantes que exigían el regreso de los 43 estudiantes de Atyozinapa. Claudio, entusiasmado, revolvió sus bolsillos en busca de monedas. El negocio consistía en escuchar las canciones de la “caja mágica” a cambio de dinero. El organillero más viejo era el encargado de negociar, los restantes solo miraban, eran muy jóvenes, casi niños. Algunos no tenían las fuerzas suficientes para cargar la caja. El hombre dijo llamarse Pedro, tenía el cabello severamente encanecido y la piel tostada por el sol. Algo que me llamo la atención fue su bigote: ¡tenía el mismo bozo que haría famoso a Cantinflas! Tras recibir el dinero, el artista inició a darle vuelta a la manivela. Fue hermoso. De la caja salió un sonido que pude identificar fácilmente. Era la canción “Shine” de Muse.

Estábamos absortos con la melodía cuando escuchamos ruidos detrás de nosotros. No supimos en qué momento aparecieron en el lugar. Seis personas caminaban hacia nuestra dirección con una imagen de la Virgen de Guadalupe en hombros. Vestían camisetas blancas con palomas pintadas y mensajes de paz. Pasaron frente a nosotros y una mujer nos gritó:

-¡Vamos!, se acerca el día de la virgencita sagrada y con su ayuda traeremos la paz a nuestro México lindo y querido.

Fue increíble. Mi reloj marcaba las 11:30 de la noche.

El ritual de las velas.

El cuadro fue más que memorable. Seguimos la marcha hacia la Plaza de la Constitución. En cabeza iba la familia Cortés, el padre y la madre con sus cuatro hijos. Llevaban una plancha de madera donde reposaba una imagen de la Virgen de Guadalupe. Dos de los niños y los padres sostenían el “altar” de cada uno de los extremos, mientras los últimos dos miembros de la familia seguían a sus padres con enormes coronas de flores amarillas. Detrás íbamos los tres extranjeros, y cerrando la procesión los organilleros, cada uno dándole manivela a sus cajas musicales. El escándalo fue providencial, cada organillero hacía trinar sus cajas “mágicas” con una canción diferente, originando un sonido ensordecedor imposible de identificar.

Arreciamos el paso. Dejamos atrás el bello Palacio de Bellas Artes. Pronto nos encontramos en el gran Eje Central conocido como Lázaro Cárdenas, donde torcimos a la derecha hasta llegar a la boca de la mágica calle Francisco Madero.

De repente el espectáculo se hizo ante nuestros ojos. La calle Madero es una de las principales vías de acceso al Centro histórico de la Ciudad de México. Desde la época colonial miles de personas transitaban por este lugar, ni decir en la actualidad; diariamente casi un millón de personas corren, pasean, bailan y trabajan en la Avenida Francisco I. Madero. Precisamente en este lugar se ubican tiendas de las mejores marcas de ropa del mundo, perfumes, anticuarios y restaurantes.

Fuimos recibidos con algarabía. Había mimos, payasos y jóvenes de todas las edades. Algo curioso fue apreciar a los furiosos estudiantes que vociferaban consignas en contra del gobierno horas atrás frente al hotel. Muchos de estos muchachos, sin dejar de gritar: ¡que vuelvan los 43!, cambiaban sus ropas por atuendos típicos de la revolución mexicana. Unos vistieron la levita, un saco negro que les llegaba casi hasta las rodillas, realizado en paño y con solapas de seda. Otros portaban camisa y pantalón de manta blanca. Por supuesto los grandes e imponentes sobreros de charro se veían por todas partes.

A esas alturas, el miedo que nos atormentaba había desaparecido por completo. Sólo nos sobresaltamos cuando un grupo de mujeres, vestidas de Frida Kahlo y Chavela Vargas, cantaban a grito herido rancheras e izaban grandes ¡pistolas y escopetas! Solo fue un simple susto porque las armas eran de madera.

Era increíble. Ninguno de nosotros, los tres espectadores, había vuelto a abrir la boca. Mi reloj marcaba la 1 de la madrugada. La noche se había hecho fresca y sobre nosotros reposaba una imponente luna llena, de color cobrizo, iluminando los senderos de forma mágica.

- Cualquier cosa imaginé, menos lo que estamos viendo, dijo Claudio, rompiendo el mutismo de los tres.

- ¿Pero qué otra cosa podríamos esperar?, ladró Juan.

- Órale, estamos en México, un país diferente, agregó.

Yo, sin salir de mi asombró, les recordé que tradicionalmente las protestas en América Latina eran sinónimo de conflicto, lucha, destrucción. Jamás me imagine que los mexicanos con su orgullo y sentimiento nacional herido protestaran y pidieran justicia con sus más excelsas costumbres culturales.

Por supuesto, entre el desorden y la algarabía, perdimos el rastro de los organilleros y de la familia que venía con nosotros. Desembocamos en la Plaza de la Constitución y nos sumergimos entre un mar de gente convulsionada. Alrededor de la plaza y frente al palacio presidencial, sobresalía un cordón de seguridad de la policía y los populares miembros del “Smad”.

Por supuesto, entre el desorden y la algarabía, perdimos el rastro de los organilleros y de la familia que venía con nosotros. Desembocamos en la Plaza de la Constitución y nos sumergimos entre un mar de gente convulsionada. Alrededor de la plaza y frente al palacio presidencial, sobresalía un cordón de seguridad de la policía y los populares miembros del “Smad”.

Justo en medio de la plaza adoquinada con granito negro, emergía una fogata avivada por los manifestantes. Alrededor del fuego, sentados en círculo y con las piernas cruzadas, un grupo de mujeres ancianas cantaban en una lengua indígena. Yo emocionado, al igual que mis compañeros Claudio y Juan, simplemente contemplábamos la escena. Vi llorar a Juan. No era para menos, así como era tan grande su irreverencia para hablar también lo era su nobleza.

En fila india, los jóvenes manifestantes, disfrazados de Pancho Villa, Emiliano Zapata, entre otros, irrumpían dentro del círculo, dirigiéndose hasta la fogata. Acto seguido, debajo del poncho sacaban un sirio blanco, lo encendían y se devolvían hasta el lugar donde reposaban las mujeres en círculo. Allí, una anciana, con los cabellos nevados y las manos arrugadas como una fruta deshidratada por los años, recibía el velón sin levantarse de su posición. El joven tenía que arrodillarse, y acto seguido recibía un beso en cada mejilla. Luego con el sirio encendido la mujer recorría su cuerpo, de pies a cabeza.

-¡Qué extraño!, dije para mis adentros.

No terminaba de comprender el significado del curioso ritual, cuando una de las mujeres sentadas en el círculo se me acercó.

La anciana, de unos setenta años, traía sobre su cabeza una especia de canasta con flores rojas. Su atuendo era un vestido rojo entero muy similar al que usan nuestras mujeres campesinas en varias regiones de Colombia.

- Joven, veo que no eres de aquí-, dijo, taladrándome con la mirada y con un acento mexicano muy marcado. Le faltaban los dientes superiores.

Yo simplemente asentí.

- Nosotras venimos del municipio de Huazalingo, en el estado de Hidalgo. Como todos los años, peregrinamos los doce de diciembre hasta la Ciudad de México para rendir tributo, y homenajear, a nuestra madre: la Virgen de Guadalupe.

- Pero hoy es ¡cinco de diciembre!, replique inconscientemente.

- Así es hijo,- respondió pacientemente, - pero mí país está de luto. Venimos días antes para apoyar las protestas por los 43 desaparecidos. Aquí, en la Plaza de la Constitución nos quedaremos hasta que llegue el día de la Virgen y partiremos hacia la Villa. Luego regresaremos a nuestros hogares.

- ¿Pero por qué los jóvenes traen velones y se reúnen con ustedes?, la interrumpí.

- Es un ritual ancestral. Con el velón se purifica el cuerpo de nuestros jóvenes. El muchacho queda bendecido por la Virgen de Guadalupe y nosotras agradecemos a Dios con canciones ancestrales. Cantamos en Náhuatl, la lengua de nuestros padres y abuelos.

Acto seguido, la mujer retornó al círculo de ancianas y trajo consigo un velón. Fue así como la longeva indígena, sin dejar de mirarme fijamente a los ojos, me bendijo con la señal de la cruz.

– Hijo, -puntualizó- que la virgencita te guarde, nosotras seguiremos en la lucha…

Sin embargo su última frase me desconcertó.

- Yo soy abuela de uno de los jóvenes desaparecidos, esperare que regrese con vida…, vaya a su país y abrace a sus padres.

Sentí como se me helaba el corazón. La anciana regreso a su grupo dejándome impotente. Nunca la volvería a ver.

Pasados algunos instantes escuché un chiflido. Era Claudio acompañado de Juan. Todo fue rápido y asombroso. Eran las 2 de la madrugada y la Plaza de la Constitución estaba abarrotada de gente. Lo increíble era que de la violenta protesta que habíamos percibido desde los ventanales del hotel, ya no quedaba nada. En ese momento todo era fiesta, la gente inconforme: sí; pero las protestas se habían llenado de mensajes de paz, respeto y amor por su cultura.

Curioso mundo. A lo lejos escuche mariachis. Identifique un grupo grande de personas con guitarras y trompetas. Cantaban corridos de la revolución, y una mujer, con una voz desgarradora y como si fuera a llorar, entonaba el nombre de Pancho Villa.

Mis amigos continuaban mudos, pero ciertos gestos de satisfacción me indicaban su comodidad frente al curioso panorama.

- Y qué opinas ahora de la situación-, ataque a Claudio.

- Pos yo que te digo, atropelló como siempre Juan.

- Este es mi México. Tenemos un “gobiernote” muy corrupto pero los mexicanos profesamos las ideas de Benito Juárez y sobretodo: ¡amamos a la Virgen de Guadalupe!-, gritó Juan con los ojos a punto de abandonar sus órbitas.

Claudio pensativo contempló el escenario. Parecía absorto mirando al infinito. Respiro profundo y limpió los lentes de sus gafas con la parte inferior de su camisa.

Mientras tanto, nosotros aguardábamos expectantes su respuesta. A lo lejos se seguía escuchando el bullicio y la voz lastimera de la mujer entonando las canciones.

-A dónde van los trenes pasajeros, adónde van palomas del oriente, a dónde irán los cantos más valientes…

Claudio volteó su mirada hacia nosotros.

- ¡Para llorarle a un hombre guerrillero, el más bragado, más cabal y más valiente…! La mujer cantante parecía llegar al éxtasis.

La respuesta de Claudio rompería el silencio de los tres, como un cristal molido contra el piso.

- Las revoluciones que en inicio son efusivas no llegan a ninguna parte. Mientras tanto las revoluciones que nacen del corazón despiertan verdaderos cataclismos. Por eso no me retracto de lo dicho en el hotel: ¡en México habrá guerra Civil!

- ¡Por todas partes la gente levantaba!, allá en Chihuahua, Parral y La Boquilla. No más de verlo el gobierno se espantaba, si se nombraba al general Francisco Villa. Allá en Chihuahua, Parral y La Boquilla...

A nuestras espaldas, la mujer con voz rasposa y destemplada, seguiría cantando corridos mexicanos hasta el amanecer.

(En Ciudad de México, 7 de Diciembre de 2014.)