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Viejo sol

El sol descubrió que tenía manchas en la piel y pensó que sus días de gloria estaban contados. Se sintió viejo y cansado y supo que era un remedo del astro rey al que todos rendían reverencias y adoraban.

Sintió que seguía brillando más por compasión que por ternura, pese a que tenía una gran responsabilidad para mantener el equilibrio natural en la tierra.

Cansado de la rutina impuesta durante siglos, se sentó a hacer memoria de sus antiguas glorias. Recordó cuando fue erigido como dios-sol y niño-sol y ejercía su poderosa influencia sobre justos, sabios, idólatras, estúpidos y reyes que rendían culto a su amabilidad y a su grandeza.

Con aire de nostalgia recordó que los egipcios lo evocaron con cuerpo de hombre y cabeza de halcón y le pusieron como nombre Ra, que fue Samas en Mesopotamia y con prolija iconografía, Arianne entre los hititas.

Entre una láctea conspiración creada por el tiempo con hilos de plata para cubrir su definitiva desnudez, evocó el instante en que los griegos y romanos lo personificaron como Helios y con la cabeza nimbada, con un loto en la mano y montado sobre un carro tirado por cuatro o siete caballos, iba en el corazón de los hindúes y lo llamaban Surya.

Los recuerdos se le vinieron encima como una culpa, al hacer memoria de la época en que era Quetzalcoalt o dios naciente, Huitzilopochtli brillando en el cénit para los Aztecas, Kinitch Ahau entre los Mayas o Inti para los incas.

Recordó cuando los Chibchas lo saludaban de rodillas como a un rey y lo llamaban Sué cuando aparecía en sus sabanas y luego plasmaban en oro su figura.

Cuando el viejo astro comprobó que los bloqueadores solares no habían impedido que las arrugas surcaran su cara y que ni siquiera un astrónomo loco intenta mirarlo para adivinar su posición respecto al plano ecuatorial, decidió esconder entre nubes su vergüenza senil y más tarde se inventó los eclipses a la luna para que nadie pueda reparar en su presencia.