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¡Cuidado con el matón que tienes de vecino!

Juan Manuel Ruiz



 

Hace unos años me fui a vivir a un apartamento en la 93 con 17, en un edificio pequeño de gente discreta y relajada, muy bien ubicado para mis propósitos de hacer las vueltas a pie. Cuando lo tomé nunca me imaginé la pesadilla que tendría que vivir al lado de un vecino desquiciado.

Apenas unas semanas después de estar residiendo allí, empecé a vivir la historia que millones de personas padecen a diario en el mundo cuando tienen que sobrellevar la tragedia de compartir un espacio con un maleducado, un sicópata o un loco, o las tres cosas a la vez.

Como ya no le tengo miedo, diré que se llama Pablo Ochoa. Era muy joven, vivía solo y estudiaba medicina. Le gustaba hacer ejercicio y de vez en cuando se metía su pucho de marihuana y todos nos enterábamos en el edificio, claro está.

Pero este personaje adoraba la música a todo volumen y la ponía a su antojo a cualquier hora: igual a las dos de la tarde, a las ocho de la noche o a las tres de la madrugada. No solo no se contentaba con la música, sino que además la cantaba, la bailaba y la pateaba. Si el disco era de heavy metal, cogía a patadas la pared, en venganza o de pura dicha.

No le importaba que yo viviera al lado y que tuviera que madrugar; el tal Pablo ponía su música, no atendía las llamadas de Chucho, el portero, y por el contrario le subía más y más al volumen. Es más: luego de que le reclamara por el alto volumen, esperaba unos largos minutos a que me durmiera otra vez y nuevamente encendía su equipo como para una fiesta. Creo que era una especie de tortura que lo excitaba y emocionaba hasta el límite: prender y apagar la música, una y otra vez, de día y de noche, sin descanso.

En esas me tuvo varios meses. Usé todos los mecanismos para reclamarle y todo fue en vano. Puse la queja en la administración, llamé a la policía, me pidieron que dialogara con él, que interpusiera una querella, que fuera a conciliar, en fin. Hasta unos vecinos se ofrecieron a hacer justicia por su cuenta, esperándolo en el sótano. Incluso planeé, en pleno desespero, cómo atacarlo en un callejón cuando fuera al supermercado. Nada: uno lo piensa, jamás lo hace.

Un día llamé por enésima vez a la policía y llegó una teniente. Nos dimos mañas, la hicimos entrar al edificio, y ella, testigo de la música a todo volumen, fue a golpear la puerta del apartamento del tal Pablo y luego de un rato logró que le abriera. La ira del matón cuando la vio fue total; no solo atacó verbalmente a la policía sino que la retó a que entrara a su apartamento, si es que era capaz. --A ver, entre, si es capaz, ¡entre! --le decía el matón, lo cual intimidó a la oficial y prácticamente la hizo salir corriendo muerta del pánico.

Entretanto, gritaba que eso no se iba a quedar así, que era dueño de su apartamento y podía hacer lo que se le diera la gana y que ya me iba a acordar de él. Yo oía todo desde la sala de mi casa. Finalmente, la joven policía se fue, y al rato el tipo empezó a patear mi puerta y amenazó con derribarla. Me gritaba toda clase de improperios y yo ya me había metido debajo de la cama para protegerme de su incursión inminente. Me atalayó y esperó por más de dos horas como un león hambriento, sin moverse de la puerta de mi apartamento. Nunca supe qué era ese algo metálico con que golpeaba la baldosa del pasillo.

Asustado, tomé el teléfono y me comuniqué con un general de la policía, quien, sensatamente, y aún teniendo todo el poder del mundo, me sugirió que lo mejor era que abandonara de inmediato el edificio, que mandara después a alguien a recoger mis cosas, pues a la policía le resultaba imposible resolver esas situaciones. Él mismo me mandó a unos jóvenes bachilleres que subieron hasta la puerta, me esperaron y me escoltaron hasta el carro con lo poco que alcancé a meter en un par de maletas.

Le hice caso y me fui para un hotel. Allí viví unos meses mientras conseguía otro lugar para vivir. Un tiempo después pasé por aquella cuadra y me crucé con la empleada del servicio que, curiosamente, nos hacía el aseo al matón y a mí. Me dijo que me extrañaba, que qué me había hecho, y yo le pregunté por el hampón.

--Yo siempre supe que eso iba a terminar mal. Desde hacía como seis meses no se estaba tomando los medicamentos.

Yo la miré, asombrado. ¡¿Cómo así?! ¿Cuáles medicamentos?, le pregunté.

--A don Pablo los papás lo trajeron del Quindío y prácticamente lo botaron en ese apartamento. Él tenía que tomarse unos medicamentos, pero no se los tomaba. Yo sabía porque yo leía los papeles que dejaba encima de la mesa.

No quise preguntar más. Me basta con saber que salvé mi vida al irme corriendo de allí. Me aterra pensar que hubiera corrido la misma suerte de Francisco Cifuentes a manos del loco estrato veinte del Manotas Char.

Este país, que dizque es el más feliz del mundo (qué ridiculez, de por Dios) es el mismo donde miles de ciudadanos son agredidos y a veces muertos por sus vecinos por un reclamo de buen vivir, de cultura elemental.

Por ese caso específico es que espero que el nuevo código de convivencia no se caiga totalmente en la Corte y salven aunque sea las facultades para que la policía interrumpa a un vecino desquiciado que puede terminar convirtiéndose en un asesino.

Estoy convencido de que con todos sus errores este código puede salvar vidas. Ojalá la verdad de los vecinos matones algún día se sepa, para evidenciar uno de los mayores males del país más feliz sobre la tierra.