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Esta madrugada se inventó el silencio

A las 2 y 20 de esta madrugada, Bogotá se quedó dormida. Quizás solamente por unos minutos, a lo mejor tan solo unos largos, eternos segundos, pero durante un instante de su agitada y convulsionada vida esta ciudad se tomó, por fin, un descanso.

Juan Manuel Ruiz


Por Juan Manuel Ruiz Machado

 
A las 2 y 20 de esta madrugada, Bogotá se quedó dormida. Quizás solamente por unos minutos, a lo mejor tan solo unos largos, eternos segundos, pero durante un instante de su agitada y convulsionada vida esta ciudad se tomó, por fin, un descanso.

Obvio: solamente en la zona en la que vivo y camino, o eso creo. Fue tan intenso el sueño en el que cayó la ciudad que el silencio que la acompañó --cómplice, celestino-- se sintió tan inmenso que me despertó.

Era como si de repente toda prisa se calmara, toda angustia hubiera cesado. No pasó rauda una moto por la autopista; tampoco bajaron las ambulancias por la calle 100. El carro de la basura no se apostó esta vez al lado del hotel.

Ningún vecino, desvelado como yo, puso un vallenato o dejó que fluyera Vivaldi con las alegrías o tristezas de sus cuatro estaciones. Por un instante, breve, etéreo, nadie se asomó a fumar en el balcón.

Los perros tampoco ladraron. Ninguna puerta se cerró. No subió ni bajó el ascensor. Nadie, absolutamente nadie, pisó la baldosa desencajada en el andén. ¿Acaso a esta hora, 2 y 20 de la madrugada, nadie estaba triste ni abrumado, nadie estaba perdido, derrotado, en la inmensa soledad de la noche?

Fue tan aguda la invención del silencio que la noche había logrado por esos cuantos minutos --uno, dos, tal vez tres-- que, insisto, esa cesación de toda lucha, de todo fuego, me despertó. Y quise así rendirle un homenaje a la oscuridad y al silencio mientras los demás dormían.

Porque vivir en la ciudad, en una tan grande y vibrante como Bogotá, es inventarse de nuevo cada noche. Es buscar ese pedazo de quietud, de tranquilidad, de silencio a cada instante. Viajamos a lo largo de la noche en un sueño acompañado de pitos y sirenas, y cuando todo eso calla es como si quedáramos huérfanos de amistad y de compañía.

El silencio es quizá el arma poderosa de la que se vale el alma para hacerse de nuevo relevante. Solo cuando no se oye nada, cuando todo es quietud, es que el alma recobra su verdad y nada es aparente: el ruido, las calles, la música, las palabras son solo apariencias para que la verdad no fluya.

No sé si alguien más en una ciudad de ocho millones de habitantes --algún vecino, o un admirador de la noche-- sintió lo mismo esta madrugada a las 2 y 20. Si así fue, ¿de qué fuimos testigos? ¿Cómo se dio esa sincronía para que, al fin, todos fueran invitados a descansar?

No tengo las respuestas. Lo cierto es que poco a poco, mientras yo miraba hacia la calle, absorto, sorprendido, todo volvió a fluir. Volvieron los carros en su afán por la avenida, la moto pasó, unas cuantas voces se escucharon en algún rincón: todo volvió a ser como antes.

Creo que poco a poco recobraré el sueño y ahora seré yo quien vuelva a dormir, entre los ruidos que depara la madrugada. Ya retornará el despertar y antes de las cinco empezarán a cantar los pájaros de la ciudad. Pero, para siempre, en este relato habré capturado un instante de silencio en la inmensidad siempre absurda de la noche. Una joya que no se puede despreciar...