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La secta gigante de la que nadie habla

Por Juan Manuel Ruíz


Hay una secta secreta de la que pocos hablan pero que tiene muchos miembros. No se conocen entre sí, pero sus códigos son idénticos, sus liturgias similares, sus recursos parecidos. Aunque puede ser la más grande del mundo, a pocos les gusta hablar de ella abiertamente: la secta escatológica es, ciertamente, motivo de vergüenza para muchos y de angustia y paranoia permanente para otros.


Y no me refiero precisamente a una secta dedicada al estudio de la vida de ultratumba, que es una de las definiciones de lo escatológico. Me refiero a lo otro, a ese aspecto de la existencia que por supuestamente grotesco y obsceno es despreciable y repudiable; a ese ejercicio corporal al que nadie le canta ni le compone un verso. A ese acto solitario y triste –no para todos-- al que nadie le rinde un homenaje. Pero que es, parafraseando a Nietzsche, humano, demasiado humano.


A esa secta no se pertenece por libre elección sino por voluntad divina o por cosas del azar. No se accede a su interior por simpatía espontánea sino por decisión tiránica de la naturaleza. Ese es, digámoslo así, su karma: es un llamado corporal y mental del que es casi imposible evadirse o escapar. Una especie de tortura permanente.


¿Cómo se detecta a sus miembros? Hay varias claves. Una de ellas se puede encontrar, por ejemplo, en los centros comerciales. Más concretamente, en sus baños. Estos sectarios son los primeros en esperar, ansiosos, a que los abran, o los que ingresan como Flash para utilizarlos. Son capaces, cuando la emergencia es mayor, de abrirse paso a la brava con tal de gobernar de inmediato ese mínimo cubículo, salvador y grato, destinado a exonerar el vientre.


En los restaurantes, los miembros de la secta se ubican estratégicamente cerca a la puerta del baño, acuden a menús bajos en salsas y evitan ingerir el gordo del churrasco, la ensalada bañada en especias, y temen, como animal acorralado, a ciertos jugos que obran de manera diferente en sus organismos, como el de melón o el de papaya.


En las reuniones sociales, suelen preguntar discretamente por los pasabocas, qué tipo de postre se va a servir y cuánta crema de chocolate se debe verter sobre el helado. También ubican el baño más alejado de la casa o apartamento del anfitrión (de hecho, como los perros, suelen hacer una visita inicial para localizarlo y marcar territorio) y tienen listo un plan de emergencia en caso de que sea necesario huir intempestivamente.


Cada actividad de la vida debe ser perfectamente calculada por estas personas. Un viaje largo en bus, por ejemplo; un viaje corto en avión, o un encierro prolongado en un lugar en el que no haya un baño cerca, puede ser el fin del mundo.


Una ruta exprés de Transmilenio que solo haga un par de paradas es una tragedia. Si en medio de un trancón el bus queda atrapado entre los carros, con las puertas cerradas, el personaje puede vivir una pesadilla sin fin: se expone a que su estómago lo traicione y empiece a reclamar una salida de emergencia. ¿Quién podrá sacarlo de allí? Más aún en una ciudad como Bogotá en la que, como lo reveló una investigación de RCN RADIO, solo hay un baño público por cada ochenta mil habitantes.


La vida de estas personas que viven –vivimos—la pesadilla del colon irritable está llena de aventuras, de azares y de contingencias. Más aún cuando los médicos señalan que no hay una cura definitiva para esta enfermedad: dicen que está en la mente, que es una combinación de malos hábitos alimenticios con el estrés. “Si usted no cambia su estilo de vida y se relaja un poco, no se va a curar”, dicen.


Este mal demuestra que las emociones pasan definitivamente por el estómago. Allí se procesa o se concentra todo lo que se vive y siente. Por eso, como lo he conversado con muchos integrantes de la secta, casi siempre se recomienda hacer yoga, aumentar el deporte, buscar distracciones, encontrar la felicidad. Si fuera así de fácil…


El mal que padecen estos escatológicos, y que los une calladamente, los vuelve solidarios. Como muchas cosas les hacen daño, conocen los pasadizos, los lugares, los recónditos sitios en los que eventualmente pueden refugiarse. Y si alguien, con la mirada perdida o angustiada los aborda, le responden de inmediato. "Vaya a la esquina que allá hay un buen baño y no le cobran. Pero corra".


¿Cuántos son? Un número infinito. Leí en un periódico europeo que un hombre se había salvado de un atentado terrorista perpetrado en un museo porque justo en el momento en que los atacantes llegaron, a él le atacó su estómago y lo mandó al baño antes de la balacera.


Hay casos y episodios por doquier. Hace falta que alguno rompa el hielo y se atreva a preguntar o a comentar sus padecimientos para que pronto afloren las historias, los dramas y, valga decirlo sonoramente, los triunfos, las alegrías que se alcanzan cuando se tiene un bendito baño, justo a la diestra de Dios Padre, que dicen, está en todas partes…