Cargando contenido

Ahora en vivo

Seleccione la señal de su ciudad

Las limosnas que alimentaban el Bronx

Juan Manuel Ruiz

Por Juan Manuel Ruiz

Dentro de los horrores que se encontraron tras la intervención del Bronx, en el corazón de Bogotá, me llamó poderosamente la atención la incautación de varias tulas repletas de monedas que eran utilizadas para las tales maquinitas o para pagar las dosis de bazuco y otras drogas por parte de los indigentes.


En medio del espectáculo lleno de morbo que desató la toma del Bronx, sobre la que seguramente habrá pronto libro y película, como mínimo, un desprevenido policía se atrevió a decir que esas tulas estaban repletas de las monedas que los ciudadanos suelen dar como limosnas a habitantes de la calle. Ese es un asunto que pasó de agache y bien merece algo más que una mención.


 Sobre el tema hay un eterno debate, polarizador como la política, acerca de si se debe o no dar dinero directamente a los habitantes de la calle y a otros necesitados o en condición de vulnerabilidad. Es un asunto que toca como un estilete el corazón de las gentes buenas, que por múltiples razones se conmueven ante el dolor ajeno y caen fácilmente en la tentación de entregar cualquier monedita, con la convicción pregonada en los altavoces públicos de que hacerlo "no vuelve rico ni pobre a nadie".


Pues bien, ya sabemos que dar cualquier monedita sí hace ricos a unos y no saca de pobre a nadie; al contrario, al alimentarles el vicio y la necesidad con las moneditas se está eternizando un drama de desatención del que los gobiernos son responsables, en parte, por lo menos en lo que les corresponde en su papel como estado.


Los mafiosos narcotraficantes que esclavizaban en el Bronx a sus víctimas, aprovechándose de su enfermedad y de su necesidad, eran los destinatarios últimos de la caridad manifestada por gente solidaria en la calle, conmovida con el drama ajeno. Bien es sabido que el alma humana es por naturaleza caritativa y solidaria ante el dolor del otro y así lo ha manifestado a lo largo de la historia.


El asunto es complejo porque el tema de dar o no limosnas te cuestiona de entrada. Ante un hecho real o ficticio, dramatizado o no, por alguien que está en necesidad o por lo menos en desventaja, la reacción va desde la solidaridad hasta el complejo de culpa, pasando por la rabia y la impotencia ante la desigualdad social y la injusticia.


Pero, desafortunadamente, como todo en este mundo es un negocio, detrás de la caridad hay otro, que se mueve como una verdadera transnacional. Sin ir más lejos, hace unos meses RCN RADIO reveló que detrás de los indígenas que piden limosnas en las calles bogotanas  --sin contar datos de otros municipios—hay verdaderas mafias que los esclavizan y explotan. Esas son otras mafias que hay que atacar: los servicios de inteligencia deberían estar averiguando quiénes son los capos de esas mafias de las limosnas y averiguando cuánta plata mueven.


Incluso, sobre el tema de los indígenas indigentes ya hay una leyenda urbana en el sentido de que un camión misterioso es el que transporta a los indígenas hasta los puntos clave para pedir limosna y por la tarde vuelve y los recoge y los lleva a albergues en donde les piden cuentas, suman y restan, sacan la ganancia y el resto, lo poco que queda, lo reparten entre los que hicieron la tarea. ¡Todo un negocio! ¡Y ni un detenido!


Una razonable mirada al asunto llevaría a un cambio cultural en el que la gente solidaria no dé más limosnas o ayudas sino únicamente a través de fundaciones u organizaciones –bien escogidas, eso sí, para que tampoco se tumben la plata--, de tal manera que haya un mínimo control sobre lo que se da y cómo se utiliza. Dar esas moneditas así como así no soluciona la pobreza ni quita el hambre del necesitado.


Esto debería ir acompañado con verdaderos esquemas de ayuda o asistencia a quien lo requiere, que le brinde una mano cierta y real y menos informal y peligrosa como la práctica de pedir y dar limosna. Digo peligrosa porque la gente quedó aterrada con el caso del hijo de un querido colega periodista, a quien alguien se le acercó a pedirle unas moneditas y como se negó terminó recibiendo varios balazos que lo dejaron entre la vida y la muerte.


¿Y entonces qué: doy o no doy limosna? ¿Si no lo hago me atacan a bala? Esas fueron las preguntas que quedaron en el aire, como una espontánea reacción ante lo ocurrido, y con una carga de sentido por lo menos inquietante, al deducir que los indigentes te pueden disparar si no les das plata, y eso no es así.


 Alguien me dijo que el problema es tan complicado en nuestro país, que dar limosna se volvió una obligación y no un acto de caridad. En el bus, o en la esquina, mientras se espera el cambio de semáforo, quien se te acerca a pedirte una monedita está dispuesto también a agredirte o atracarte si no lo haces. Esa una realidad que se vive todos los días.


Como se ve, detrás de este asunto de nuestra vida cotidiana hay un drama, una conmoción y un reto. El drama del que se ve obligado a pedir la moneda; la conmoción para el que es abordado para que dé la moneda; y el reto para los gobiernos y organizaciones que desean encontrar una solución al asunto, brindando ayuda y abrigo efectivos a quienes lo necesitan, más aún con un país como el nuestro lleno de tantos líos, pero también seguridad al transeúnte que no sabe bien qué hacer, si dar o no dar, así sea de puro susto.


 En otros países pedir limosna está prohibido; pero ya sabemos a lo que llevan los prohibicionismos: a los extremismos. Por prohibir libros terminaron quemándolos. No me quiero imaginar entonces lo que podría suceder en este caso. En síntesis: dar las famosas moneditas debería acabarse como práctica social. Y pilas con las mafias de las limosnas. ¿Quiénes son los capos? ¿Cuánto dinero mueven?