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Por el retiro de los símbolos del odio

Fernando Posada


Por: Fernando Posada

El estado de Virginia, en la costa este de Estados Unidos, fue sin duda el epicentro de la rebelión sureña que llevó a la Guerra Civil Norteamericana. Fue allí que nació el general Robert E. Lee, jefe militar de los Estados Confederados que decidieron retirarse de la nación que anunciaba el final de la esclavitud.

Fue también en Virginia que se pelearon dos de las batallas más importantes de la Guerra Civil: la de Bull Run, en 1861, que significó el primer triunfo de marca mayor para la Confederación, y la de Appomatox, en 1865, que resultó en su derrota definitiva. La ciudad de Richmond fue elegida como la capital de la autoproclamada nación confederada y en su suelo fue construida la residencia presidencial de Jefferson Davis, su primer y único mandatario.

A más de un siglo y medio de la derrota definitiva de la Confederación y de la abolición inmediata de la esclavitud en Estados Unidos, cientos de habitantes de la pequeña ciudad de Charlottesville, Virginia, salieron a las calles a marchar, en medio de una protesta que terminó convertida en un episodio de violencia y desorden. Decenas de manifestantes portaban la bandera del ejército de Virginia del Norte (que con el tiempo, de manera equívoca ha recibido el nombre de ‘bandera confederada’) y esvásticas de la Alemania nazi.

Miembros de la secta del Ku Klux Klan, creada inmediatamente después del triunfo de la Unión en la Guerra Civil con el objetivo de sembrar terror entre las comunidades negras, se manifestaron también, demostrando que a pesar de los años siguen defendiendo su discurso de odio racial. En medio de una marcha de antorchas, en directa alusión a las procesiones nazis durante los primeros años de Hitler en el poder, los manifestantes dejaron sus identidades descubiertas sin ningún asomo de vergüenza. El supremacismo blanco había salido de su histórico escondite.

Las protestas tenían como motivo el retiro de una estatua del General Robert E. Lee, el máximo referente de la causa confederada, recordado con nostalgia por muchos sureños, a quienes la historia nunca removió la sensación de haber sido humillados por el Norte y obligados a la fuerza a regresar a la Unión. Esta misma decisión ha sido tomada en varios estados sureños norteamericanos, con el fin de erradicar los símbolos del racismo con los que hoy diferentes corrientes de supremacistas blancos evocan con nostalgia los tiempos de la esclavitud.

Ha sido por cuenta del retiro de símbolos del odio, del racismo y del totalitarismo que numerosos debates se han dado a lo largo del mundo sobre el papel del revisionismo en la historia; sobre si hay que hacerla, o dejarla ser. El propio presidente Trump, luego de un prolongado silencio sobre el violento radicalismo blanco, salió en defensa de la memoria de íconos confederados como Lee y ‘Stonewall’ Jackson, llamándolos piezas cruciales de la historia norteamericana y solicitando la protección de su imagen.

Que el General Lee no era un racista y que en su vida íntima rechazaba la tenencia de esclavos, añaden los desesperados nostálgicos de la causa perdida sureña. Pregunto yo, entonces, ¿de qué puede servir una posición antiesclavista en la vida privada del hombre que lideró al ejército de una nación que buscaba independizarse para mantener la legalidad de la esclavitud?

Los líderes son responsables por sus acciones y por sus errores históricos, y en ese sentido deben ser entendidos por sus seguidores desde la objetividad antes que el fanatismo. Nuevamente tiene inicio el repetido debate sobre la revisión de los líderes de tiempos pasados, quienes dentro de sus discursos y luchas incluyeron prácticas de injusticia y de odio. La premisa en este caso debe ser sencilla y, sobre todo, coherente: una nación que se proclame democrática y afín a los derechos de todos sus ciudadanos no debe rendir homenaje a quienes promovieron y justificaron los grandes horrores de la humanidad.