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¿Por qué amamos tanto a nuestra mascota?


Por Juan Manuel Ruiz Machado

Quisiera aventurar de entrada una respuesta a esa inquietud tan frecuente en nuestros tiempos: la razón por la que amamos y gozamos y sufrimos tan apasionadamente por nuestra mascota reside en que a través de ella hemos logrado reivindicar valores que entre los humanos parece, a veces, que estuviéramos perdiendo: la lealtad sin límites, el amor incondicional, la ternura y la alegría de vivir.

Las guerras nos han agotado; el camino lleno de espinas y de sangre que hemos recorrido a lo largo de los tiempos nos ha apabullado. La fe en el hombre parece flaquear entre llamas y tristezas. La decepción ante la crueldad de la traición y la incertidumbre ante la ingratitud de los afectos nos han llenado de pesimismo y desconfianza entre los hombres.

Y justo ahí, cuando muchos creen caer en la náusea, que es la nada y el final, el adiós al hombre y sus batallas, aparece ese personaje que le devuelve la esperanza a todo, que le retorna a la vida su sentido y que llena de paz los espacios físicos y mentales que empieza a ocupar en nuestra existencia.

Lo que no sucede ya con frecuencia entre nosotros sí acontece entonces entre una persona y su mascota: amor a primera vista, devoción y ternura al instante, lealtad y complicidad a toda prueba.

Basta con ver a un bebé-perro, como le oí decir a un niño, para contemplar uno de los mejores espectáculos de la naturaleza, por su perfección y belleza, y para quedar enamorado de la vida para siempre.

Después, verlo crecer, saltarín y necio, es una obra de arte, una puesta en escena: es  un protagonista, se sabe contemplado y admirado, y está seguro y fresco mientras te persigue y te lame y te busca y te acompaña.

Los momentos malos se vuelven divertidos. Las amarguras del día se olvidan con sus travesuras, las cosas cambian, y no sabemos bien por qué. ¿Será que, como significa su nombre, nuestra mascota es nuestro talismán para la buena suerte?

Además, ese animal que consuela nuestras vidas nos ha enseñado un lenguaje que deberíamos aprender y practicar con más frecuencia: aquel que se habla a través de los actos sinceros.

La mascota te adora, se muere por ti, te extraña, se alegra de verte, se ilusiona cuando va a salir contigo, te agradece lo que haces por ella, y todo, todo, te lo demuestra de inmediato, sin guardarse nada, sin mediaciones lingüísticas ni interesadas.

Por eso, cuando cuando una mascota se va, se lleva de verdad un pedazo de nuestra vida, ese que incluso a la brava nos lleva a sacar por fin el lado bueno de nuestros sentimientos.

Perderla, verla apagarse o simplemente no encontrarla porque desapareció, se perdió bajo la lluvia o algo así, puede significar una tragedia, una tristeza que podría ser irreparable.

Por eso se aconseja tanto que a los niños se les acompañe desde chicos de una mascota. Empiezan así a tener contacto con otros seres vivos no humanos, afectuosos, y con otras formas de comunicación.

Pero a través de la mascota, el niño aprende que la vida también tiene pérdidas, muy dolorosas, y que los seres a quienes ama, por más esfuerzos y oraciones, un día ya no estarán. Un día será realidad. Muchas veces la mascota es ese primer gran amor que se pierde.

Sea como sea, y corriendo el riesgo de darle atributos que les son propios a los hombres, la razón de tanto amor por ese animal casi siempre indefenso frente a nosotros, es realmente muy simple y sencilla: una mascota hace parte de nuestros seres queridos. Junto a nuestros padres, hermanos y demás familiares.

Eso llena de esperanza nuestro tiempo, en el que tanto daño les hemos hecho a la naturaleza, a todos los seres vivos, comenzando por nosotros mismos. La mascota es esa esperanza de que, como decía aquella vieja canción, algún día volveremos a ser civilizados como los animales.