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Racionamienten

Juan Manuel Ruíz / Foto RCN La Radio

Por: Juan Manuel Ruíz

Quizás el mejor de los grafitis que se escribieron en 1992 con motivo del apagón de Gaviria fue el que permaneció pintado durante largos meses en la carrera séptima con 57: ¡Racionamienten!


Uno venía en el bus mirando a través de la ventana las casas y edificios de la séptima --hoy son más los edificios  y ya casi no hay casas-- y se encontraba de repente con esa especie de sentencia que lo resumía todo.


¿Mentían todos esos burócratas que justificaban y se echaban la culpa los unos a los otros por los racionamientos de energía de hasta nueve horas que se habían decretado en todo el país?


Como todo en Colombia: ¡quién sabe! ¡Nunca se supo!


En ese año, el debate era por la precaria situación de los embalses y las fallas en el sistema de generación de energía como consecuencia de la sequía provocada por el fenómeno del Niño, el mismo que padecemos hoy en día.


A las salas de redacción llegaba un lacónico fax en el que se daban a conocer las cifras de los niveles de los embalses, y la pregunta obligada era: ¿Y Salvajina? ¿Cómo está el de Salvajina?


El presidente Gaviria se vio obligado a tomar básicamente dos decisiones para enfrentar la situación: la primera, decretar un racionamiento de energía desde marzo de ese año, que incluía cortes en el servicio que podían ser desde tres hasta nueve horas.


Y la segunda, la más impactante y la que pasó a la historia: adelantar una hora los relojes para poder ahorrar energía y aprovechar mejor el día, como se hace en Europa, por ejemplo.


Aunque sea por unos meses –nueve, los suficientes para concebir y entregar al mundo un nené, hijo de la oscuridad—los colombianos nos comimos el cuento de que teníamos un horario de verano, una hora del estío, para holgazanear y rostizarse en la playa.


Así ocurrió: el primero de mayo de 1992 no comenzó a las cero horas, como se dice, o a las doce de la noche, sino a la una de la mañana y el encargado de modificar la hora colombiana era el joven ministro de Comercio Exterior, Juan Manuel Santos.


Entre otras cosas, a él le correspondió hacer el lobby para que le dejaran cambiar la hora y se empleó a fondo durante semanas para que los gremios, los industriales y los periodistas le comieran cuento.


Así que ese primero de mayo los que trabajaban de noche se saltaron por la faja de un sopetón una hora de sus vidas, no la trabajaron pero sí la devengaron.


Como se dice ahora, fue necesario cambiar el chip. Eso de salir del trabajo a las cinco cuando en realidad eran las cuatro de la tarde, o a las seis de la mañana para los que trabajaban de noche cuando en verdad eran apenas las cinco de la mañana, tenía sus bemoles.


Por una parte, la gente comenzó a quejarse de que dormía menos. El sueño reparador de las cuatro de la mañana era ahora el de las cinco y en ese instante sonaba el despertador, luego la sensación zombi era inevitable.


Y a las nueve de la noche, cuando la gente todavía estaba despierta, la hora Gaviria le recordaba que habían llegado las diez, hora de acostarse. Los niñitos, auténticos terremotos, tenían motores encendidos para largo pero a las ocho, o sea a las siete de verdad, ya tenían que acostarse y sus dientes cepillar.


De inmediato, algunos sectores se beneficiaron y otros perdieron. Aumentó la venta de velas, fósforos, pilas de las grandes  y de las chiquitas. Lo que más recuerdo es la proliferación de plantas de energía. Por la mañana y al final de la tarde se prendían. Los almacenes y las empresas las tenían.


Alguien llegó a decir que entonces para qué embalses, que con las plantas había. Cada quien podía cargar su propia energía.


Y cayó el consumo de la televisión, que justo en el famoso horario triple A permanecía apagada por el racionamiento. Ahí fue donde la radio hizo su agosto, y nacieron programas como La Luciérnaga y La Tertulia y otros más de diversión, noticias, música y humor.


No recuerdo si a los ladrones les tocó también madrugar, pero me imagino. Ellos siempre tienen su olfato empresarial y saben adaptarse. Pero la verdad, a las seis de la mañana, que en verdad eran las cinco, daba miedo salir a tomar el bus porque todo estaba a oscuras y no se veía bien quiénes eran los compañeros del entorno.


A los amantes furtivos les cogía la noche, dependiendo si eran vespertinos, o les servía de cómplice porque podían llegar todavía a oscuras a la casa. Esos fueron los que más disfrutaron.


¿Alguien ha investigado si durante esos largos meses de racionamiento aumentó la natalidad? Es probable, sin televisión y con una radio sabrosa y entretenida, a lo mejor más de uno se animó.


Después, el carnaval llegó a su fin y la hora volvió a la normalidad. Ahora nos dicen que no, que la historia no se volverá a repetir, o que sí, que si no ahorramos agua, bañándose de a dos y con balde bajo la ducha, aquel fantasma se volverá a aparecer.


¿Al fin qué? ¿Racionamienten?