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Llevo días y días con un recuerdo pegado en mi cabeza: el de la voz quebrada de Claudia cuando al despedir una entrevista en RCN Radio ella entre sollozos agradeció la decencia y el respeto que tuvimos al manejar su caso. Y sobre eso quiero reflexionar: el respeto y la decencia.

No logro despegarme de sus palabras porque no entiendo cómo hemos llegado a un mundo en el cual una víctima agradece el respeto y la decencia. ¿No es esa mi obligación como periodista? ¿No es apenas una condición elemental para estar ante un micrófono? La gratitud de Claudia me ha hecho pensar durante muchas horas en este oficio nuestro que tanto bien hace al mundo y que tiene también tantos pendientes.

Durante estos días me han asaltado pensamientos diversos recordando esa voz una y otra vez. A pesar de sus palabras, me preguntaba si había pasado alguna raya de respeto o si, al contrario, me quedaba corta para denunciar lo denunciable. Me pregunté si la opción por el ser humano era la correcta o si me había quedado con un periodismo de otro tiempo. Al final confirmé, como otras veces, el camino que he escogido pero me hice preguntas sobre la manera cómo hoy estamos abordando los periodistas las desgracias humanas. No es cosa de ahora, por supuesto. Desde los tiempos de lo que algunos llaman la “pornomiseria”, el periodismo ha navegado en aguas peligrosas cuando se trata de poner el foco en los que sufren. No tengo ninguna duda al afirmar que se debe publicar lo que duele, lo que no funciona, quejarse por los que no pueden hacerlo y ser crudos a veces para sacudir a la sociedad que se duerme frente a sus dramas. Eso no se discute pero la duda está en el cómo. ¿Hasta dónde hurgar, hasta dónde llegar, cuál es el límite si la información que tengo por delante tiene que ver con el dolor de un ser humano?

Me preocupa que hoy en día las víctimas de dramas sociales y delitos se tienden a “cosificar” para convertirse en insumos informativos deshumanizados para los medios de comunicación y las redes sociales. Insumos valiosos porque reportan la tan buscada emocionalidad que es la reina en el universo globalizado y digital. La emoción mueve, vende, da clics, impacta. Menos razón y más emoción es la consigna y en ese escenario muchas veces perdemos la empatía de seres humanos para convertir a quienes viven un drama (mujeres violadas, viudas, niños muriendo de hambre, hombres heridos, desempleados, enfermos) en un ingrediente para desatar guerras políticas o material para subir el rating.

Entiendo que nuestro compromiso como periodistas es buscar la verdad y que ese fin, dicen muchos, justifica todos los medios, pero creo que no hay verdad que justifique la agresión a una víctima desde una cámara o un micrófono. Cuántas veces vuelven a vivir su drama, cuántas más les hacemos más daño que bien cuando al querer denunciar desnudamos su vulnerabilidad, echando sal en las heridas. Cuántas veces los periodistas cuestionamos a la víctima y la volvemos responsable de su tragedia y cuántas más perdemos nuestra propia humanidad frente al dolor ajeno por cuenta de multiplicar la emoción de una historia. Ni qué decir del uso político de todos los males porque ya sabemos que en esa materia no hay vergüenza. Por lo pronto me quedo en reflexionar sobre lo que hacemos los periodistas y los medios de comunicación.

Como siempre, no hay valores absolutos cuando de periodismo se trata. El rostro y la historia de una persona dice mucho más que una estadística y los testimonios de los afectados, de las víctimas de todas las agresiones, ayudan a entender los problemas, a darles la estatura que tienen y con frecuencia su aparición en los medios es crucial para lograr justicia. Pero la línea entre la denuncia y la revictimización es delgada y a veces la pasamos. Es la razón por la cual muchas víctimas prefieren guardar silencio y no quieren exponerse a los reflectores de la prensa para evitar que todos se sientan con derecho a juzgar y condenar.

Tal vez hay otro velo que falta correr: el que cubre nuestro quehacer de periodistas para que nos miremos por dentro, nos critiquemos y reflexionemos también sobre lo que hacemos, especialmente cuando estamos hablando del sufrimiento humano. Muchas veces en este oficio, se confunde el respeto con la estupidez, pues se considera que quien está del otro lado de la cámara o el micrófono es siempre un rival a derrotar. Cuestionar, denunciar, destapar, revelar, sacar a la luz, son tareas permanentes del oficio, pero no olvidar, cuando se tiene a una víctima en frente que es ante todo un ser humano que sufre y merece respeto. No creo que la agresividad nos haga mejores periodistas ni creo que la decencia nos estorbe. Claudia Morales no tiene nada que agradecer. El trato digno es lo mínimo que le debemos a las víctimas de nuestras múltiples tragedias. 

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