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¿Sobrevivió a la asamblea de copropietarios de su edificio?



Por Juan Manuel Ruiz

En el mes de marzo de cada año la vida nos da la oportunidad de vivir en carne propia una de las experiencias de trapitos-al-sol más fascinante de nuestra formación democrática: la reunión obligatoria con los vecinos en el salón comunal.


Entonces, como si fuera un recinto sagrado del Legislativo, al estilo del concejo municipal, la asamblea departamental o el congreso de la República, los asistentes se acomodan en sus sillas --casi siempre a la defensiva-- con la intención de enterarse de cómo van las cosas, qué se ha hecho en el edificio, en qué se ha gastado la plata de la administración y, en últimas y lo más importante, quién diablos es ese vecino con el que nos topamos cada día en el ascensor y con quien convivimos prácticamente en el mismo techo.


La asamblea, como debe ser, casi nunca comienza puntual su sesión, por cuanto hay gente que duda hasta el final si ir o no; la inscripción en la lista para registrar la asistencia es como acudir a las urnas para reclamar el voto.


Y ya adentro, en el salón, es posible encontrarse con decenas de personas que dejan estallar su ira, permiten traslucir sus habilidades políticas, promocionan sus artes u oficios, despliegan habilidades conciliatorias interesantes y desnudan su alma, desde la responsabilidad, la solidaridad, la mezquindad y la ruina.


Ciertamente lo más interesante de la asamblea anual de copropietarios es la posibilidad de conocer la condición humana, la índole, el jaez de cada una de esas personas que nos acompañan en el edificio. Eso es uno de los hechos más llamativos que se pueden observar durante esas horas de deliberación.


Todo comienza, obvio, con la actitud: el que llega a informarse, o el que llega a que le rindan un informe como si fuera un gerente de corporación, un príncipe en decadencia o un pequeño-emperador-de-edificio.


Y llega el momento del informe de estados financieros, que es una especie de picota pública especialmente cuando se revela la lista de deudores morosos. Hoy es posible conocer qué tan seria, cumplida o responsable es una persona o qué tan quebrada está a la luz de los pagos del recibo de la administración y por eso, en medio de la algarabía de la sesión, merece para muchos la horca o el castigo.

 Ahí es cuando uno cae en la cuenta de cómo están las cosas o incluso de cómo está el país: desde el moroso que se quebró y le cayó el cobro jurídico y el embargo de su apartamento, hasta el chichipato que simplemente se niega sistemáticamente a pagar las cuotas porque le parecen caras o inútiles.


La lista de apartamentos y el monto de su deuda es entonces una joya para actuarios, analistas y periodistas: permite saber quién es quién, qué está pasando en la economía local, cómo pinta el asunto para este año, cómo es una persona en realidad, por qué a pesar de ese carro tan fastuoso y esas corbatas tan finas no ha sido capaz de ponerse al día en 4 cuotas de administración.


Igualmente, el informe de actividades es lo más parecido a una rendición de cuentas de entidades estatales, pero con la posibilidad de que un vecino haga preguntas pertinentes o estúpidas sobre por qué se arregló la fachada del edificio o se mandó a delinear otra vez los parqueaderos, y por qué se cambiaron los bombillos justo ahora que estamos en estado no oficial de racionamiento.


Muchos quieren saber qué pasó con cada peso que pagó en la cuota y otros rechiflan para que el mismo vecino deje de hacer siempre las preguntas más capciosas o inanes sobre la necesidad de las matas que compraron para embellecer la entrada de la construcción.


Sin embargo, la joya de la corona de esa sesión solemne es, sin duda, el informe del comité de convivencia, mediante el que se informa a los honorables asistentes sobre el comportamiento de la gente en el edificio: ¡ahí fue Troya! De inmediato salen a relucir el vecino bochinchero, el maltratador, el gritón, el indelicado, el que no recoge-lo-que-hace-su-mascota y, en términos generales, el pion que hace imposible la paz y la armonía.


Este ejercicio es, de todas maneras, una posibilidad de escuchar a gente interesante que convive con uno, que tiene buenas ideas, que desea ayudar, que casi siempre quiere lo mejor para el edificio o el conjunto, y que por su condición de integrantes del consejo de administración son casi unos héroes porque trabajan gratis para los demás, haciendo un trabajo sucio que muy pocos en verdad quieren desempeñar.


Pero también es, insisto, un momento en el que todo lo bueno y lo malo de la condición humana aflora, con sus destellos relucientes de solidaridad y de miseria, de responsabilidad y desvergüenza, tan caros y tan comunes en nuestra sociedad: la asamblea de copropietarios es el mejor reflejo de lo que somos, de cómo somos y de por qué el país es como es, o está como está. La próxima vez, no se la pierda. Completica.