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Voy a votar por Enrique

Foto cortesía empleados empresa arrocera

Por Juan Manuel Ruíz

Porque, como buen perro viejo, forjado en el oficio de la calle, ha sabido ganarse el corazón y el respeto de la gente. Yo lo conocí hace poco, cuando lo vi entrar subrepticiamente a una oficina, buscando refugio, un poco de aire frío para aminorar los calores de la larga sequía. Ya sabe a cuál esquina debe arrimarse, justo debajo de esa persiana que despide un poco de alivio para su azarosa itinerancia.

Enrique vive en El Espinal, frecuenta una fábrica de arroz, y habilidosamente pasó de saltar entre los camiones y esconderse debajo de buses y árboles, a involucrarse directamente en las oficinas, donde ya tiene –descarado—, varias relaciones afectivas. Sin embargo, Enrique atraviesa en estos momentos por una coyuntura inquietante: como huele mal, la administración de la factoría quiere sacarlo de sus instalaciones.

Yo llegué allí de pura casualidad, pues me encontraba haciendo turismo en el Tolima. Me invitaron a conocer la arrocera, y acepté. Cuando estaba en las oficinas, irrumpió el personaje. Creo que es, o fue, un labrador, un poco magro, ajado, arrugado, de ojos azules. Como los perros son una nariz con cuatro patas, de inmediato comenzó a olerme como solo lo hacen los viejos amigos. Lo miré severamente: Enrique olía hediondo.

¿Dónde diablos ha estado todos estos años, señor? ¿Dónde más se ha metido? ¿Por qué ha descuidado así su aspecto personal? Todo eso le dije con una mirada fulminante, y él retrocedió, avergonzado.

Con la capacidad manipuladora que le caracteriza, agachó la cabeza y fue a esconderse detrás de una silla, la de su protectora y mentora, una funcionaria que una mañana presenció asombrada cómo Enrique asaltó su oficina y se echó a sus pies, calladito, como para no despertar sospechas. Buscaba el aire acondicionado más frío y no tuvo vergüenza en allanar la morada ajena para aliviarse.

Al día siguiente Enrique ya tenía su plato para tomar agua. Las mujeres, los seres más solidarios del planeta, le habían dado su primer regalo. No necesitaba salir de nuevo de la fábrica a buscar el río para saciarse, en el mejor de los casos, o un charco en el cual satisfacer su sed reprimida. No necesitaba acudir a donde los vigilantes, que le habían puesto el nombre, así como meses antes habían bautizado a un perro negro con una mancha blanca en el cuello, como si fuera un corbatín, con el respetable nombre de Señor Gómez. En efecto, cuando el Señor Gómez llegaba a la fábrica, serio, adusto, cordial y puntual, parecía un viejo auxiliar de notaría muy cumplidor de su deber.

Con el paso de los días, otros empleados, disputándose su afecto, empezaron a saludar a Enrique como si ya fuera miembro del equipo y él se sintió feliz, militante, integrado, amado. Por fin.

Y se ha defendido con todas las artimañas para que no lo saquen. Incluso, fui testigo de cómo uno de esos trabajadores operativos que son expertos en cumplir  órdenes a raca mandaca, llegó una mañana a sacarlo, por las buenas o por las malas, porque a los dueños no les gustaba el nuevo olor de la oficina. Pues ¡quién dijo Hollywood! Enrique se convirtió en tapete, y se fue haciendo pesado, pesado y más pesado, dio una voltereta y quedó patas arriba, hasta el punto de que para poder desplazarlo de las instalaciones el trabajador lo arrastró por el frío piso de baldosín, mientras el personaje miraba con sus ojos de miseria a los demás empleados, haciéndolos cómplices de semejante vejación. Al final, lo desalojaron, dio por ahí una vuelta, pero más tarde volvió por agua y por aire frío, como si solo hubiera estado de recreo unas horas.

Su éxito ha radicado en una estrategia que me temo muy bien planeada: Enrique no ladra, mucho menos muerde. Como sabe que si llega a ladrar molestaría definitivamente a la gente, se ha hecho el mudo, solo pide agua y aire frío y la misión de su existencia –por lo menos la de estos días—es simplemente acompañar y sobrevivir a los estragos de la sequía.

Ignoro de dónde vendrá Enrique, de cuáles tierras remotas provendrá su ascendencia, quizás de unas estepas lejanas en las que sus tatarabuelos fueron lobos solitarios, trashumantes, perseverantes y altivos. Me temo que se va a salir con la suya.

En este momento, en la fábrica hay un proceso de votación en marcha. Los directivos les han pedido a los empleados someter a la democracia la suerte de Enrique, para saber si se queda o se va. Si se queda, será con condiciones: baño frecuente, perfumes, uso de antipulgas y nuevo régimen alimenticio en bolitas y no con presas de pollo o desperdicios arrojados por ahí. Si se va, la fábrica seguirá igual su marcha.

Sé que el trasteo de votos es un delito, y que yo no estoy inscrito en esa jurisdicción. Pero he tomado la decisión de votar por Enrique, así sea moralmente. Por leal, por travieso, por papelista, por compañero, y sobre todo, porque en esas horas que pasé allí vi muchos ojos y caras felices de todos esos empleados que en medio del estrés y de las preocupaciones, siempre tenían un segundo para mirar a Enrique, para celebrar sus gracias y aliviarse un poco.

Enrique es, fundamentalmente, un sobreviviente. Es pobre, solitario, andariego. Aunque soy demasiado gruñón para tener mascotas, me aterra su suerte. Yo prefiero soñar con un futuro mejor para Enrique, de la mano del amor y la bondad de los hombres.

Conozca a Enrique.