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El miedo de Buenaventura

Los primeros barrios ya dejan ver la pobreza. Así como en tantos otros paisajes de Colombia, en Buenaventura hay miles de casas con techo de zinc y estructura de madera.

Foto: AFP





Por: Jorge Espinosa

Los primeros barrios ya dejan ver la pobreza. Así como en tantos otros paisajes de Colombia, en Buenaventura hay miles de casas con techo de zinc y estructura de madera. Hay, parece, tantos taxis como habitantes. Otras tantas motos, pitos y camionetas adornan las calles. La ciudad es ruidosa, pero nadie habla. El calor se pega a la ropa y hay una permanente sensación de que algo va a pasar; cada momento es una víspera de algo. Saco la grabadora y me presento como periodista. Pero, lo entiendo al instante, esto es visto, la mayoría de las veces, como una amenaza. La grabadora percibida como arma letal.

Uno sabe que va llegando a Buenaventura cuando las montañas rocosas y sus túneles empiezan a desaparecer del paisaje. Luego hay una carretera recta, plana y a medio pavimentar en la que hay un cartel que dice: “Buenaventura es la puerta grande de Colombia”. La reacción inmediata es de sorpresa, que pasa a indignación y luego a comprensión. Sí, en cierto sentido el aviso dice una verdad: en esta ciudad de casi 500 mil habitantes, que tiene el puerto más importante del país, más de 50 personas han sido asesinadas en este 2014. Este es, pues, una de tantas entradas al horror que por momentos es Colombia.

Pregunto por la marcha del pasado 18 de febrero. Recordemos: hace días 70 mil personas marcharon contra la violencia. Salieron a gritar No más. Un habitante me mira y se ríe. “El día de la marcha mataron otras dos personas y al otro día apareció uno picado”. Así recibieron la marcha, concluye. Paso entonces a un colegio. Muchos de los que marcharon eran jóvenes, los mismos que se ven por las calles con cara de no ir a ninguna parte. Qué pasa con estos niños cuando salen del colegio, pregunto a dos profesores. “Les queda muy difícil huirle a la violencia, los pocos que logran salir lo hacen con mucho sacrificio, no hay empleo ni hay oportunidades”. Indago más. De, digamos, 40 jóvenes graduados, ¿cuántos logran escapar de la delincuencia? “Yo calculo que por ahí unos 10, los otros terminan delinquiendo”.

En las calles dicen, o lo susurran, para ser más preciso, que los comerciantes, grandes y pequeños, tienen que pagar “vacuna” a las bandas criminales. El que no paga se muere. Pero nadie habla de eso, es como un pacto de silencio firmado con un fusil apuntándote a la cabeza. Parecen resignados a su ventura, acostumbrados a que así son las cosas. Luego, al rato, se me acerca una señora y me entrega una especie de panfleto. Dice, resumido, que al Alcalde lo eligió una de las dos bandas criminales, La empresa, y que luego los traicionó y se alió a Los urabeños. Nadie tiene pruebas. Es un susurro tan fuerte como el de las “vacunas”.

Qué hay que hacer, cuál es, si es que hay, ¿la solución? No es aumentando pie de fuerza, acá solo mandan y mandan policías y militares. “No creo que la guerra con violencia se combata”, reflexiona un señor en un parque. Le digo que si puedo bajar a ese barrio, el de allá al lado del mar, el de esas casas con basura como piso. Pues entrar puede, me dice, pero de pronto no sale.