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Pocos días después del anuncio hecho en Estocolmo, la izada de bandera en el colegio se convirtió en algo parecido a una fiesta patria. Los niños formamos con uniforme azul y las niñas con jardinera azul y blanco. Los profesores estaban radiantes; la mayoría de alumnos quizá ni siquiera sabían lo que había ocurrido. Lo único que interesaba es que aquella ceremonia no se fuera a alargar demasiado y pudiéramos salir más temprano hacia la casa.

Gabriel García Márquez acababa de ganar el premio Nobel de Literatura y el país estaba feliz. Por lo menos así lo parecía. El señor rector del colegio ofreció durante la izada de bandera unas sentidas palabras en homenaje al escritor colombiano, y el profe de español nos recordó la importancia de leer, la maravilla de disfrutar del viaje a Macondo como una manera de conocernos más y entender mejor quiénes éramos nosotros.

Muchos de los niños no parecían poner demasiada atención a lo que se decía. Esas ceremonias de los viernes había que aguantarlas de pie, con resignación y estoicismo, mientras el rector hablaba, los niños declamaban, alguno que otro profesor cantaba y el grupo de danzas hacía su presentación. Todo era tedioso, pero era preferible estar ahí que en el salón de clases, donde el matemático al que llamábamos "Mascachochas" nos pasaba al tablero para corcharnos y brindarnos un uno como calificación final.

García Márquez ya era una celebridad mundial a sus 55 años, pero su obra era relativamente poco difundida en las escuelas. Por eso, algunos inquietos lectores nos habíamos acercado a sus libros a partir de los impulsos que hacía el Círculo de Lectores, que facilitaba a los padres de familia el pago a plazos de las novelas del momento.

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En mi casa el libro que me había asombrado desde el comienzo era el que contenía los relatos breves del genial autor bajo el contundente título de "Todos los cuentos". Era un libro de pasta verde y dura, que traía narraciones extraordinarias como "Blacamán el bueno, vendedor de milagros", "Un señor muy viejo con unas alas enormes", "El ahogado más hermoso del mundo", entre otros. Eran la puerta de entrada a Cien años de soledad, la obra cumbre del Nobel.

La primera vez que leí esos cuentos, a mis doce años de edad, quedé absolutamente asombrado con semejantes historias; era tal la manera de narrar, de contar, con semejante convencimiento, que lo que leí lo creí plenamente. Me parecía inverosímil que no fuera cierto. Cada palabra, cada párrafo o descripción era el ingreso a un mundo que no estaba para mí: el del Caribe, el de la molicie después de la una de la tarde, el calor infernal que todo lo paralizaba, la magia, la increíble manera de vivir de quienes habitaban esa zona del territorio.

De manera, pues, que yo ya era garcíamarquiano cuando la mañana del 21 de octubre escuché a través de la radio la noticia espectacular del premio para tan sobresaliente compatriota. La oí a través de RCN Radio, de la voz de Judith Sarmiento, quien entrevistó al escritor apenas unos minutos después de que las agencias internacionales dieran cuenta de tamaño suceso.

Nunca lo olvidaré. Fue una mañana en la que no me cansaba de escuchar todos los detalles de la noticia, las reacciones del gobierno, de los intelectuales, de todos los que tenían que ver con el escritor, de lejos o de cerca. Muchos, muchísimos salieron de inmediato a proclamar su amistad con el homenajeado. Yo no sabía, por ejemplo, que un salón de clases le cupieran cincuenta mil personas, que eran más o menos las que decían que habían estudiado con García Márquez en quinto de bachillerato, pero Macondo lo aguantaba todo.

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Cuarenta años después de aquella mañana remota en que García Márquez nos llevó a conocer la gloria literaria su legado perdura más allá de sus polémicas, y su obra está llamada  a ocupar un lugar en lo más alto de la literatura universal. A propósito. ¿Cuántos de sus millones de admiradores y aduladores se habrán leído de verdad Cien años de soledad?

 

 

Fuente

RCN Radio

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