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Me perdonarán los más conocedores y eruditos de la música clásica, pero una de las obras de Beethoven, entre muchas, que más me emocionan y llenan de placer estético y vital es la Sexta Sinfonía, conocida como “La pastoral”. Sería necio negar el monumental estremecimiento que produce la Quinta Sinfonía o la majestuosa conmoción que genera la Novena con el cierre de ese himno humanista que es la “Oda a la alegría”. No obstante, la música descriptiva o programática de la Sexta Sinfonía me transporta a ambientes bucólicos y campestres de una belleza y placidez del tamaño insondable de la naturaleza que pinta con cromático pincel sonoro. Es como un paseo lúdico y conmovedor por la fuerza telúrica y armoniosa de la Arcadia soñada.

Con algo de coherencia terminamos el año con la mirada puesta en este 16 de diciembre de este insólito, difícil y pandémico 2020, como lo decía a principios de esta temporada en una columna anterior sobre el genio alemán. Cuando aún no sabíamos que iba a ser tan insólito, difícil y pandémico. “Comenzamos el año con la mirada puesta en el 16 de diciembre de este 2020, cuando se cumplen 250 años del nacimiento de Ludwig van Beethoven, uno de los más grandes compositores de la historia. La influencia del genio alemán ha trascendido las fronteras de la música y el arte para convertirse en un verdadero ícono de la cultura universal”.  

Pero para no caer en obviedades ni entrar en reiteraciones me gustaría referirme un poco a la época en la que vivió el genio alemán. El siglo XVIII, el Siglo de Oro, el siglo del nacimiento y del proceso de formación de Beethoven es la época de la Ilustración, del Iluminismo, de la Revolución Francesa, cuyos valores -Libertad, Fraternidad, Igualdad- tanto influyeron en él. El siglo que retoma los valores del Renacimiento y regresa a la estética y la filosofía griega. La luz que vino a alumbrar la oscuridad de la Edad Media. El autor germano tenía 19 años cuando se produjo el estallido de la Revolución Francesa, tras el cual Francia y el mundo no volvieron a ser los mismos.

Los principios humanísticos, éticos y morales de Beethoven, tan cercanos a la Revolución Francesa, se pueden resumir en dos expresiones suyas. La primera: “Hacer todo el bien que se pueda, poner por encima de todo a la libertad”. Y la segunda: “Y aunque fuese a cambio de un trono -que no de un trino- no faltar nunca a la verdad”. Estos valores los traslada a su obra, tal como ocurre -por ejemplo- con Fidelio, su única ópera, cuyo mensaje podríamos interpretar como el triunfo del amor, la libertad y la justicia.

La Tercera Sinfonía (Heroica) y la citada Sexta (Pastoral), junto con el Concierto No. 5 para piano (Emperador), trazan el camino del romanticismo y del devenir de la música ulterior. Beethoven puede ser considerado como el último de los clásicos y el primero de los románticos. Como lo decía en la columna anterior, el compositor es una especie de puente entre el clasicismo y el romanticismo.

Beethoven fue un pionero y un adelantado de su tiempo en muchas cosas: el primer romántico, el primero en incluir coros en las sinfonías como lo hizo en la Novena (Coral), el primero en introducir sombrías marchas fúnebres en las sinfonías como lo hizo en la Tercera (Emperador), el primero en usar disonancias como lo hizo en su ópera Fidelio (precursor de la música moderna), el primer rockero, el primer “top star” de la música y el primer músico en defender con vehemencia los derechos de los compositores que generalmente estaban sometidos al arbitrio de reyes y duques. Quién sabe cómo le hubiera ido con Sayco.

Al contrario de otros autores como Mozart, y pese a su genialidad, no estaba dotado de una gran facilidad y fluidez para componer, quizás también por ese afán de perfección que lo caracterizaba. De esas luchas con sus creaciones dan cuenta los múltiples trazos y correcciones en sus cuadernos y las muchas versiones de varias de sus obras, aunque combinó como nadie expresiones de la cultura popular con manifestaciones de la tradición erudita.

Poco correspondido en el amor, como buen romántico, de esos desamores surgieron algunas de las piezas para piano mejor logradas y más sentidas de la historia, tales como la sonata “Claro de Luna”, las “Variaciones Diabelli” y la popular bagatela “Para Elisa”. Aparte de su música, dan fe de sus pesares sentimentales y de esa dramática imposibilidad del amor su conmovedora e inmortal “Carta a la ‘amada inmortal’”:

“Mi ángel, mi todo, mi yo... ¿Por qué esa profunda pesadumbre cuando es la necesidad quien habla? ¿Puede consistir nuestro amor en otra cosa que en sacrificios, en exigencias de todo y nada? ¿Puede cambiar el hecho de que tú no seas enteramente mía y yo enteramente tuyo? ¡Ay Dios! Contempla la hermosa naturaleza y tranquiliza tu ánimo en presencia de lo inevitable”.
(…)
“Hoy y ayer ¡cuánto anhelo y cuántas lágrimas pensando en ti... en ti... en ti, mi vida... mi todo! Adiós... ¡quiéreme siempre! No desconfíes jamás del fiel corazón de tu enamorado Ludwig. Eternamente tuyo, eternamente mía, eternamente nuestros".

¿Qué más decir de Beethoven? Hay tanto para contar y sentir, pero para conocerlo hay que escucharlo. Ahora que al parecer terminó el invierno y comenzó el verano en Colombia, contrario a todas las predicciones meteorológicas del Ideam, no dejo de mirar en esta medianoche el frío cielo despejado de Bogotá con un ojo pegado a los hilos plateados de la Luna y el oído atado a las notas aladas de su Claro de Luna, su famosa Sonata para piano No. 14 en do sostenido menor (Opus 27). Dirán que soy medio romántico perdido por aquello de la psicologización del paisaje y la identificación ontológica con la naturaleza, y tendrán algo o mucho de razón. Dirán también que soy medio lunático, y tendrán algo o mucho de razón, pero yo cada vez me siento más cercano y fundido al Universo y a la naturaleza, tanto interior como exterior, que dibujan las notas del alma genial y sensible y muchas veces incomprendida de este ser de otro mundo. El Ludwig de su “amada inmortal”; ¡el inmortal Ludwig van Beethoven! Eternamente nuestro.
 

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