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Los nuevos tiempos del cólera volvieron a Colombia en 1991, provenientes del Perú. En los primeros meses de ese año, pobladores del Pacífico colombiano reportaron que decenas de personas caían súbitamente al piso, presas de un ataque de vómito blanco y diarrea que las dejaba exánimes. Los casos se reportaban en Salahonda, Pizarro, Barbacoas y El Charco. Después la epidemia se expandió y amenazaba con volverse incontrolable.
 
Con las primeras lluvias de marzo, el Gobierno confirmó que el primer enfermo de cólera en Colombia se llamaba Juan Bautista Prado, tenía 44 años, y estaba internado en el hospital San Andrés de Tumaco. El número de víctimas comenzó a crecer de sol a sol y pronto serían miles, atendidas de urgencia en las precarias instalaciones sanitarias que no daban abasto, en medio de la suciedad, la humedad y el calor.
 
Lo que tenía visos de tragedia se convirtió en la imperiosa necesidad de un viaje. Así que empaqué mi maleta, guardé con precaución mis dos grabadoras, diez pares de pilas, cinco casetes y una libreta. Desde el primer día vestí el chaleco que me permitía tener todo ese material a la mano para el cubrimiento del acontecimiento.
 
Cuando empecé a caminar las calles de Tumaco descubrí un universo perdido. Calles polvorientas, casas viejas, calor, humedad y pobladores asombrados de ojos grandes que miraban con desconfianza lo que les estaba ocurriendo. No podían tomar agua del chorro y se aconsejaba no comer pescado, porque podía venir contaminado, pero, si era la última opción, había que fritarlo bien. Nadie saludaba de mano a nadie. Todos debían lavarse muy bien para evitar la transmisión de la bacteria.
 
Durante unos días estuve en las poblaciones vecinas, a las que los periodistas llegábamos en lanchas habilitadas por el Instituto Nacional de Salud. En Salahonda, por ejemplo, vimos cómo era vivir en casas palafíticas, debajo de las cuales quedaban las letrinas que eran bañadas por el agua del río o del mar y de las que bebían los cerdos y las gallinas. Lo que el cuerpo exoneraba, lo rescataba el cerdo o el pez. Y así. El círculo perfecto para una epidemia.
 
Una tarde, un poco cansado del trajín, fui a buscar la playa donde recostarme mientras planeaba qué otro enfoque podía darle a la noticia. Algo que no fuera necesariamente el miserabilismo del que hablaba Álvaro Gómez Hurtado, ese grande periodista, uno de mis maestros. Un dato, un personaje que me permitiera dibujar mejor a Tumaco más allá del lugar común de su pobreza. Entonces ese personaje apareció, sin que yo lo buscara.
 
Mientras el sol se ocultaba y yo libaba un par de cervezas heladas que había comprado en una caseta, me puse a contemplar el mar. Era más oscuro que el Atlántico, más picado y enjundioso. La arena era gruesa y era mejor no andar descalzo por esos días. La impresión de haber visto y entrevistado a los enfermos mutaba ahora hacia una especie de nostalgia. Tumaco era un pueblo miserable, pero sus gentes no. Eran amables, cariñosos, festivos, con la mirada entrañable del que se sabe cómplice de sus tragedias. No hay nadie más solidario que el que comparte un mismo dolor. De repente, el sonido breve de un tambor empezó a acercarse hacia mí.
 
En pocos minutos, un hombre de baja estatura, flaco y magro, de sonrisa ferviente y gestos pícaros, estaba sentado a mi lado. Llevaba un atado de tamborcillos, una guitarra y una mochila terciada en bandolera. Me preguntó qué hacía allí, de dónde era y a qué había venido. Le contesté con parquedad y desconfianza.
 
Mientras hablábamos del mar, me empezó a contar que lo había recorrido de cabo a rabo y que alguna vez quiso irse a Europa pero terminó en Buenaventura. “Un error de cálculo”, me dijo. Además me dijo que solo la música superaba su devoción por las mujeres.
 
Sin que se diera cuenta, activé la grabadora y la puse entre los dos. Me explicó, como si tratara de justificarse, que le gustaba la libertad de viajar, de andar, de conocer. Que era de Tumaco, pero que le gustaba mucho Barranquilla y que, de verdad, no sabía bien cuántos hijos tenía. “También soy compositor”, dijo con modestia. De modo que lo invité a que cantara una canción. “Hay una que me hizo muy famoso”, afirmó. “Cántela”, le respondí con condescendencia. Total, nunca había visto a ese hombre y yo apenas comenzaba mi carrera de periodista, así que más se perdió en el diluvio…
 
Acomodó su guitarra y puso entre sus piernas un tamborcito que de vez en cuando tocaba con destreza. Y comenzó a cantar:
 
Yo tenía unos amores
Con una china, con una china
Y estaba teniendo cuatro
La muy indigna, la muy indigna
 
Cinco conmigo, seis con el desgraciado
De su marido, de su marido
Siete con otro, con un viejo del pueblo
Eran los ocho, eran los ocho
 
Nueve tenía, diez con un sargento
De policía, de policía
Once con Mena, doce con un forastero
De tierra ajena, de tierra ajena
 
Trece con Pérez, catorce y el carcelero
De las mujeres, de las mujeres
Quince con Sixto (bis)...
 
Veinte con cinco gringos
De San Francisco, de San Francisco
Con dos perros y dos gatos
Eran veinticuatro que ella tenía
 
La muy indigna
La muy indigna
La muy indigna…

 
 
Cuando ambos soltamos la carcajada, me di cuenta, de repente, que no estaba frente a un farsante. Me habló de su amistad con Petronio Álvarez, que era su amigo, “¿lo conoces?”, y que con él y su grupo habían grabado muchas composiciones que la cantaban a su bella región.
 
Mi sorpresa y vergüenza eran gigantes. Este hombre era una extraña aparición, una sorpresa que Tumaco –la misma de hoy, desvencijada, esquilmada—me obsequió como un recuerdo perenne de que las historias son otras y están en otra parte.
 
Enseguida cantó otro de sus éxitos, “Mi canalete”, y ya sabiendo que yo lo estaba grabando, interpretó con mucho amor “Tumaco”, un bolero clásico. Hermosísimo.
 
Tumaco, mi tierra amada
Tierra añorada
Tierra donde yo nací…
Tierra mía yo te adoro
Eres mi único tesoro
En ti quiero morir
 
Me sueño
Bajo tu cielo de estrellas
Y oigo las gaviotas arrullarte
Veo
El mar azul bañarte
Y un rayito de luna baja a alumbrarte
 
Celos tenía mi Dios
De haberte hecho
Te hizo en medio del mar para cuidarte
Linda como una perla entre mis brazos
Yo también quiero morir,
Tierra bendita, en tu regazo

 
La oscuridad había caído y era hora de volver al hotel. Yo tenía que mandar mis reportes. Al final, cuando le pregunté cómo se llamaba, me dijo que sus amigos le decían “Caballito” Garcés. Lo invité a comer ahí mismo en la caseta, que cerraba a las ocho. Y él me regaló uno de sus tamborcitos.
 
Años después oí hablar de su entierro. Alguien, con justicia y sensatez, había rescatado del olvido a uno de los más grandes compositores de esas tierras y ahora, al despedirlo, lo trataban como uno de sus héroes. Un parque en Tumaco lleva su nombre…
 

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