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El francés Marcel Proust, autor de la colosal saga “En busca del tiempo perdido”, le escribía cartas a su vecina del piso de arriba. Aunque galantes, no tenían propiamente, al menos al principio, fines seductores: se referían al constante y fastidioso ruido que hacía el esposo de ella.

“Cartas a su vecina” es una recopilación a manera de novela breve: son 23 misivas exquisitamente escritas durante una década -¡pobre Proust!- a principios del siglo XX. Iban dirigidas a Marie Williams, esposa del dentista estadounidense Charles D. Williams, que trasladó su consultorio al piso de arriba en el número 102 del boulevard Haussmann de París. Lastimosamente no conocemos las cartas de la señora Williams, pero por las de Marcel podemos deducir el refinamiento con el que también ella, sensible amante del arte y la cultura, se expresaba.

El epistolario versa, antes que nada y sobre todo al principio, de las molestas obras de remodelación que se hicieron en el piso de los Williams y del constante ruido del trabajo del odontólogo que torturaban a Proust durante las horas de sueño y escritura. Vale recordar que el escritor francés produjo una de las obras cumbres de la literatura francesa y universal de todos los tiempos: “En busca del tiempo perdido”, que está compuesta por siete volúmenes de alrededor de 4.000 páginas.

Como Proust, pero un siglo y al menos dos pandemias después, muchas personas han tenido que padecer el ruido desmedido de vecinos desconsiderados: en Francia y en Colombia, al otro lado del Atlántico. Eso sin contar con los bulliciosos y destemplados ladridos de ciertos perros y de ciertos dueños de perros. Un problema que se acrecentó con la cuarentena derivada de la pandemia del covid-19.

El ruido es otra pandemia y calamidad pública de consecuencias desastrosas para la sociedad y los individuos, que ha sido denunciada y condenada por alcaldes, autoridades policiales, médicos, científicos, psiquiatras y psicólogos del mundo entero, particularmente de países caóticos y enfermos como Colombia. Un informe de la agencia de la ONU para el medio ambiente advierte que la contaminación acústica en las ciudades puede tener unos efectos devastadores en la salud física y mental de las personas. 

Un estudio de una universidad londinense concluyó que durante la pandemia y después de ésta -¿ya se puede hablar de pospandemia?- las quejas por ruido aumentaron dramáticamente cerca del 50 por ciento, por culpa de forma mayoritaria del bullicio del vecindario. Sin duda, los habitantes encerrados de grandes urbes se encontraban o se encuentran más molestos que nunca.

Para muchos, una de las soluciones podría ser la que implementaron hace tiempo en Suiza, donde una ley federal prohíbe incluso a los ciudadanos realizar tareas ruidosas como pasar la aspiradora y lavar la ropa durante las tardes, la hora del almuerzo, los domingos y días feriados. Ni qué decir por la noche o la madrugada, lo que es considerado un delito grave.

Yo, como tantos, he sido uno de esos millares de seres agredidos en Bogotá por el estruendo de los vecinos a horas inadecuadas de la madrugada o de la medianoche. Claro que, al contrario de las de Proust, mis cartas no han sido ni galantes ni seductoras. Tampoco groseras y procaces como los audios de Benedetti, aunque alguna vez casi, tal el desespero.

En su momento, las mías no iban dirigidas a ninguna familia Williams, sino a bellacos de la calaña de unos tales Joaquín Piñeros y Ciro Güecha, que como un anagrama hace honor a su apellido. Aquél se escondía en la mezquindad de su vida y no contestó nunca. Éste, al cabo de mucho tiempo, la devolvió con unas breves y despreciables notas manuscritas. A veces el alcohol les juega malas pasadas a los autores de audios y de respuestas indecentes y ligeras a cartas decentes y serias. Colombia es un país de cafres, como decía el maestro Echandía. Peor aun cuando son abogados.

Apelar a la conciencia de algunos colombianos como éstos resulta una pérdida de tiempo; varios de ellos no tienen ninguna. Los que hacen ruido en sus casas, porque supuestamente en ellas pueden hacer lo que se les da la gana, seguramente son los mismo que no respetan las señales de tránsito, los que se pasan por alto la ley siempre que pueden, los que se cuelan en las filas, los que no sienten ningún reato de ética y moral para vivir como gente civilizada y decente en una comunidad. ¿Cómo vivir con lo que no se tiene?

En consecuencia, aunque no siempre funciona, se debe iniciar el viacrucis de acudir a la Administración del edificio o conjunto residencial y al Consejo de Administración para que se aplique rigurosamente el Reglamento de Propiedad Horizontal y el Manual de Convivencia. Si tampoco esto tiene efecto alguno, entonces hay que llamar a la autoridad competente y/o interponer una querella policial con el fin de que se sancione a los violadores de las normas contempladas en el Código Nacional de Policía.

De cualquier modo, hay que evitar a toda costa las ganas -no faltan- de traspasar los límites contemplados por los códigos establecidos para estos casos y por los cánones esenciales de la convivencia pacífica y civilizada. En este país de guaches, violentos e intolerantes estamos cansados de las guachadas, la violencia y la intolerancia.

No obstante, a veces me siento interpretado e interpelado por el encanto de “El fantasma de Canterville”, esa fantástica y evocadora canción compuesta por Charlie García y popularizada aún más por León Gieco.

“Yo era un hombre bueno
Si hay alguien bueno en este lugar
Pagué todas mis deudas
Y mi oportunidad de amar.

Sin embargo estoy tirado
Y nadie se acuerda de mí
Paso a través de la gente
Como el fantasma de Canterville.

Me han ofendido mucho
Y nadie dio una explicación
Ay si pudiera matarlos
Lo haría sin ningún temor.

Pero siempre fui un tonto
Que creyó en la legalidad
Ahora que estoy afuera
Ya sé lo que es la libertad”.

Algo va de las gentiles y deliciosas “Cartas a su vecina” de Proust a la firme notificación de estas estrofas de “El fantasma de Canterville”. Por si acaso, quedan advertidos. 

Fuente

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