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El día que prometí no volver a una corrida de toros

Fernando Posada

Por: Fernando Posada

Era mi cumpleaños número 17 y con mi familia nos encontrábamos casualmente de viaje en Madrid. Se trataba de un paseo emocionante, pues volvíamos con mi abuela a la ciudad en donde ella había crecido. Con entusiasmo caminamos por la calle en la que había vivido durante los años del franquismo, fuimos a los restaurantes que durante su juventud frecuentaba y pasamos muchas horas en el majestuoso Museo del Prado. Recuerdo todavía cuando alguien mencionó la idea de ir a la Plaza de Las Ventas, la catedral de las plazas de toros: el destino de todos los peregrinos de la fiesta brava.

Casi diez años después, tengo muy presentes las imágenes a la entrada de Las Ventas y la manera en que me dejé llevar por la euforia de los asistentes. Incluso olvidaba a ratos que durante toda la vida había guardado como motivo de orgullo el hecho de nunca haber ido a una corrida. Desde el interior, la plaza de toros me recordó a los partidos de fútbol y conciertos a los que había ido. Los aficionados pasaban varias horas esperando en sus puestos a que la faena comenzara. Eran amables con sus vecinos, compartían el vino en familia y contaban anécdotas sobre los largos años que llevaban yendo a Las Ventas.

En el intercambio de historias, los colombianos también aprovechamos para hablarle a los españoles de nuestros antepasados que fueron a ver a Manolete en la Plaza de la Santamaría, en abril del 46, el día en que le tomaron su más famoso retrato. La cultura colombiana, como parte de esa indeleble herencia que dejaron los años de dominio español, está profundamente atada a la tauromaquia. Ya en el fondo empezaban a sonar las trompetas.

Llevo años sin recordar el nombre del torero que en medio de aplausos debutaba esa tarde. Salió también al ruedo el primer toro, con impresionante vigor. Contaban quienes sabían más del tema que el animal era particularmente fuerte y difícil. Desde el público todos podíamos darnos cuenta de que el torero novato sentía miedo, mientras sus ojos miraban con detenimiento a los del toro. El matador no conseguía ganarse el cariño del público, lo cual se notaba sin discreción alguna en las expresiones de decepción de los asistentes.

Durante el segundo tercio, los banderilleros salieron al ruedo, inmediatamente a clavar las banderillas sobre la espalda del toro. Podía ver su sufrimiento y no dejaba de preguntarme sobre qué tanto arte contenía esa escena. Quedé sin hambre y sin ganas de hablar en ese momento. Al mismo tiempo, me perdí de lo que ocurría en Las Ventas, mientras pensaba en algunos de mis artistas predilectos, confesos amantes de la fiesta brava, como Picasso y García Lorca. ¿Qué le verían ellos a ese espectáculo que yo no podía entender?

Llegado el momento del estoque final, un silencio sepulcral aturdía al público. Aún me eriza la piel el recuerdo destemplado del sonido de la escena que preferí no ver. Ese día me perdí del resto de la corrida, y por culpa mía, mi familia también. ¿Dónde estaba el arte que yo no había sido capaz de encontrar en ese escenario? ¿Era la muerte del toro la parte central de espectáculo? No paraba de hacerme preguntas, que paradójicamente nunca pude responder.

Ese día prometí, en la catedral de las plazas de toros, que no volvería a ningún espectáculo que girara en torno al sufrimiento animal. La cuestión de si las corridas son o no son arte, prefiero dejársela a los más apasionados de ese debate. Hoy por hoy muchos de mis amigos son puristas de los toros, y aunque respeto sus gustos, no puedo evitar hacerles algunas preguntas, que considero pertinentes, en gran medida porque nadie ha podido responderlas satisfactoriamente. ¿Por qué merece un toro pasar sus últimos momentos de vida en medio de humillación y dolor? ¿Seguiría una corrida siendo arte si al final el toro no fuera llevado a la muerte?

Es tiempo de entender que la vida no humana no está ahí a nuestra disposición. Por eso decidí que mi primera corrida de toros sería también la última.