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No estoy seguro de por qué escribo a mano en mi pequeño cuadernillo o libreta de notas de papel rústico lo que podría llamarse un diario, también tosco. Tal vez sea el deseo inconsciente de espantar a la muerte, al olvido que seremos -para evocar a Héctor Abad-, o de dejar un testimonio personal de mi paso por el mundo.

Cada vez me cuesta o me cansa más escribir a mano. Aprieto este lapicero, también rústico, con tanta fuerza que me deja una huella, un hondo surco a manera de trinchera entre mis dedos pulgar, índice y corazón, con el que escribo. No me doy cuenta de que nadie me lo va a quitar, pero pareciera que fuera así. Es como que sin el lapicero se me fueran las ideas que él plasma en el papel, a veces sin contar conmigo.

Los surcos que el lapicero deja en mis dedos son parecidos a los que la punta de la mina deja en el papel como si estuviera arando la tierra o hurgando en lo profundo de esta áspera hoja de celulosa para arañar o extraer algunas ideas preciosas.

Quizás escriba mejor que hace un tiempo -no estoy seguro-, pero lo hago con peor letra, una que a veces ni yo mismo entiendo; con una desordenada y nerviosa caligrafía. Tal vez sean inversamente proporcionales aquello y esto.

Escribo rodeado de libros en un escritorio de madera. Las luces de los clásicos que me acompañan alumbran la oscuridad de la pandemia, de la violencia, de la injusticia. Los ojos de los clásicos -Homero, Shakespeare, Cervantes, Proust, Dostoyevski, Camus, Boccaccio, Góngora, Machado, Freud, Cuervo- iluminan la búsqueda de nuevos horizontes, de nuevos sueños que nos hagan olvidar por momentos que el final, de manera inexorable, está cada vez más cerca.

(Hoy tengo fiebre de sábado por la noche, una noche fría y lluviosa y sangrienta en Bogotá).

La sensación de frustración y fracaso también es inexorable: pandemia y cuarentena, hambre y crisis económica, disturbios y protestas, marchas y movilizaciones, paro y bloqueos, ataques y contrataques, defensa y autodefensas, golpes y balas, bombas e incendios, reforma tributaria y calles militarizadas, heridos y muertos del covid-19 y de la Policía.

Éste puede ser un diario inacabado y deshilvanado que se interpone y obstaculiza otras posibilidades de escritura, otros formatos de texto, otros géneros literarios y periodísticos, así como la pandemia y la violencia se interponen sobre otras formas de vida, de civilización, de relación entre los seres humanos.

Tal vez, al fin y al cabo, como dice Sabina -Joaquinito como le decía la Chavela Vargas-, sólo seamos unos pobres escritores que no escriben, vividores que no viven, bebedores que no beben, amadores que no aman, y lo que es peor, unos seres humanos podridos de brutalidad, unos bárbaros civilizados, si me permiten el oxímoron.

Que por qué escribo un diario, me pregunta sin cesar mi alter ego, mi otro yo, ese otro que también me habita. Sólo sé que nada sé, como decía el viejo Sócrates. Quizás sea la búsqueda incesante de un sentido de trascendencia ante la futilidad de la vida, de espiritualidad ante la perversidad de la existencia, de compasión ante la crueldad de lo humano. Y, al tiempo -por qué no-, la búsqueda de esa metáfora esencial y significativa que nos deslumbre con lo que la vida aún tiene de verdadero, de bello, de poético. Escribo para mí, curiosos lectores. “Madame Bovary c'est moi”, como dicen que dijo Flaubert.
 

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