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Poco a poco, con el paso de los años, más tarde que nunca, empieza en el mundo a consolidarse una tendencia que posee un enorme valor, a pesar de lo que pueda tener de hipocresía: devolver lo que se robaron, o por lo menos avisar que un objeto, pieza u obra de arte es de origen dudoso y pudo ser motivo de un decomiso ilegal o un expolio.

La última noticia que nos llega en tal sentido viene de París. Allí, en el museo del Louvre, se viene adelantando una exposición de piezas artísticas, en este caso esculturas, que tienen una etiqueta adjunta que pone al espectador en estado de alarma: esa etiqueta califica a dicha obra como “invendible”, como una manera de evidenciar que pudo ser objeto de tráfico de bienes culturales y que, en consecuencia, pudo haber sufrido un injusto decomiso o robo.

Dicha exposición se viene llevando a cabo en la sección de antigüedades del magnífico museo, en donde resaltan esas esculturas de Oriente Medio que, extrañamente y por “arte” de los delincuentes, fueron extraídas de la necrópolis de Cirene, antigua ciudad de África del Norte.

Por fortuna, en el mundo de la cultura se adquiere cada día más destreza y voluntad para denunciar esta ignominia, que ha privado a muchas naciones de su patrimonio, a muchos artistas de su legado, y a millones de espectadores del privilegio de admirar y deleitar la belleza de una obra maestra.

El robo de arte es una práctica tan antigua que es difícil ubicarla en el tiempo. Ocurre desde antiguo y se mantiene como uno de los grandes negocios del mundo pervertido de hoy, junto al narcotráfico, la compra y venta de armas y el tráfico de personas. No más en 2020 sorprendía una cifra que aún parece absurda: Italia informaba que más de medio millón de obras de arte robadas o falsificadas fueron recuperadas en ese período.

Entre los objetos recuperados en ese país el año pasado aparecían antigüedades, libros y documentos, objetos arqueológicos y paleontológicos, así como obras falsificadas. Una cabeza de una deidad femenina romana, robada por los ladrones de su busto en la entrada del Foro Romano en la capital italiana, fue la pieza que más orgullo produjo entre los investigadores que la localizaron.

En ese mismo año de la pandemia ni siquiera Van Gogh se salvó. En el museo del Singer Laren, en Holanda, se produjo una incursión de los ladrones que aprovecharon el confinamiento y se llevaron el Jardín rectoral en Nuenen en primavera, que data de 1884 y que está avaluada en 7, 8 millones de dólares. Entretanto, en la Christ Church Picture Gallery, en Oxford, Inglaterra, habían sido robados La costa rocosa, de Salvator Rosa; El soldado a caballo de Anthony Van Dyck, y Un niño bebiendo de Annibale Carracci.

Nada de esto sorprende si tenemos en cuenta que el robo de arte continúa a pesar de grandes y terribles ejemplos recientes que estremecieron a la humanidad en ese sentido. Me refiero a las consecuencias de la ocupación nazi en Francia, que entre 1939 y 1944 permitió que más de cien mil obras de arte fueran confiscadas, pertenecientes a judíos, masones y opositores políticos.

El connotado periodista Héctor Feliciano, autor de El museo desaparecido, una obra maestra en investigación periodística, recordaba que entre esas cien mil piezas confiscadas por los nazis hay cientos de Cézanne, Monet, Degas, Picasso, Matisse, Van Gogh, Rembrandt, entre otros. “Muchas de estas piezas fueron enviadas a Alemania, destinadas al museo que Hitler planeaba crear en Austria, o pasaron a formar parte de las colecciones privadas de los jerarcas del Reich”, dice el autor.

Fue el saqueo más sistemático que conoció la Segunda Guerra Mundial. Muchas de esas obras, la inmensa mayoría, no fueron recuperadas. Aún continúan desaparecidas. Y si llegan a aparecer, lo ideal sería que en su hipotética exhibición llevaran una etiqueta como las que portan las esculturas de la diosa Perséfone en el museo del Louvre, para que los espectadores sepan del sufrimiento de esa obra, esquilmada, robada, maltratada por al ambición mezquina de los hombres.

Fuente

RCN Radio

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