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El nuevo populismo

Fernando Posada

Por: Fernando Posada

Las vueltas de la dinámica política no se cansan de sorprender a un mundo que guarda la mala costumbre de creer haberlo visto todo. Pero en menos de cinco años, algunas de las naciones que más se habían inclinado hacia el progresismo terminaron demostrando que los discursos de la derecha están aún en la capacidad de reconstruirse y renovarse, muchas veces sobre las verdades a medias y la manipulación de los miedos de la ciudadanía.

Primero llegó el desconcertante ‘Brexit’, que todas las encuestas habían tildado de imposible. Y a pocas semanas se impuso en las urnas colombianas el rechazo al acuerdo de paz. El panorama solo se volvió más desolador cuando Trump se coronó como presidente de Estados Unidos, sin importar cuántos escándalos llevara sobre sus hombros. Y cada una de esas noches, al conocer los resultados, la ciudadanía antes dividida por la política se unía por cuenta de la incertidumbre. Ante la falta de planes de los programas ganadores, reinaba siempre una pregunta atemorizante: ¿qué va a pasar ahora?

Las derrotas sistemáticas de la política tradicional en Inglaterra, Estados Unidos y Colombia, y el triunfo de figuras ajenas al establecimiento están lejos de ser una sencilla coincidencia. Y estos resultados electorales, además de dejar mal paradas a las firmas encuestadoras y a los medios de comunicación, también dejaron una prolongada sensación de incertidumbre. Esto tiene como razón que las propuestas victoriosas no contaban con planes concretos y se quedaban muchas veces en la repetición de eslóganes populistas, que aunque han demostrado ser exitosos a la hora de atraer electores, resultan en ocasiones imposibles de convertir en medidas concretas para la ejecución desde la política.

Los puntos que lentamente se conectan uno por uno, desde las más diversas latitudes del mundo, muestran que existe un movimiento creciente de ciudadanos desencantados con el establecimiento y las instituciones, con la sensación generalizada de que las clases políticas les han fallado. Argumentos sobran para explicar la pérdida de credibilidad de los partidos de siempre. Pero el tema se vuelve preocupante teniendo en cuenta que muchos líderes de la derecha han logrado adaptar sus discursos para atraer a los más escépticos, sacrificando en el camino valores tan sagrados para la democracia como el rigor de las tesis planteadas. Y si hay algo más peligroso que la politiquería, que ha corroído las entrañas de la democracia, es sin duda la llegada de los demagogos, con sus promesas de devolver la fe a los desentendidos. Pronunciar las palabras que las mayorías buscan escuchar es la acción populista por excelencia.

Hasta ahora empiezan a mostrarse los rasgos en común de las recientes manifestaciones globales que recuerdan los años duros de la demagogia y del populismo. Pero desde ya es posible recalcar un factor que todas comparten y que despierta inmensa preocupación por sus posibles implicaciones: la instrumentalización política del miedo de la ciudadanía. El miedo de los colombianos por convertirse en una nueva Venezuela, el miedo de los norteamericanos hacia la cultura musulmana, el miedo de los europeos frente a los inmigrantes. El pánico se ha convertido en un mecanismo predilecto para el populismo moderno, pero puede traer como implicación directa la reproducción de odios catastróficos e imposibles de remediar, a todas formas peores que la propia enfermedad.

Las democracias solamente serán adornos de los más maquiavélicos líderes si la facultad de la crítica se mantiene como un interés de segundo nivel entre la ciudadanía, opacada por las pasiones y los fanatismos.

Trazando la línea: todo indica que el nuevo acuerdo de paz en Colombia se firmará en cuestión de horas y sin dejar felices a todos los actores de la política. Aún siendo mejor y más claro que el primer acuerdo, y a pesar de las recientes muertes de líderes sociales en medio de la incertidumbre por el futuro de la paz, hay quienes aún insisten en buscarle fallas a la salida negociada. Poco a poco parece caerse el mito de que todos los partidos políticos quieren que se alcance la paz. Algunos solo desean verla firmada por ellos mismos.