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He sido emocionado testigo presencial de “El testigo”, la magnífica, histórica y conmovedora exposición del fotógrafo Jesús Abad Colorado sobre la brutal guerra colombiana del último medio siglo. Más de 500 fotografías de la dolorida piel del conflicto fratricida entre colombianos, entre los más humildes de los colombianos. Víctimas con rostro, víctimas derrotadas, víctimas con esperanzas.

Esa es una de las muchas virtudes de la muestra antológica de “Chucho”, como le dice todo el mundo: la de lograr que en medio del dolor, de la destrucción, de la muerte se asomen algunas vetas de esperanza, algunos destellos poéticos que brotan del sinsentido de la guerra. Algo que me recuerda esa especie de estética de la fealdad, de la violencia, del hambre, que desarrolló el cineasta brasileño Glauber Rocha. No como exaltación de estas, sino como implícita y explícita, sutil y cruda crítica del horror y del terror que pueden llegar a causar y padecer los seres humanos.

“Ni civil ni militar ni guerrillero. ¡Ni un muerto más!”, exclama un cartel, a manera de súplica, colgado en la fachada del Claustro de San Agustín, administrado por la Universidad Nacional de Colombia, histórico lugar donde se exhibe desde hace un año esta memoriosa exposición que por fortuna se extendió hasta el 23 de febrero del 2020 y que también se exhibe en el Museo La Tertulia de Cali. Aparte del millón de personas que la han visitado, ojalá nadie se quede sin verla y ojalá contribuya a que tomemos una mayor conciencia de los horrores de la confrontación bélica entre hermanos.

La exposición está dividida en cuatro salas que reflejan diferentes escenarios y situaciones del conflicto armado, desde los más crueles y dolorosos hasta los más esperanzadores y resilientes sitios y escenas de los que el reportero gráfico y su cámara han sido testigos por tres décadas: “Tierra callada”, “No hay tinieblas que la luz no venza”, “Y aun así me levantaré” y “Pongo mis manos en las tuyas”.

La concepción y esencia de la imponente muestra la resume uno de los textos de Colorado que la acompañan y la explican: “La verdad que se le quiere contar al país es la de los vencedores, no la de los perdedores, población vulnerable en toda su dignidad humana. La verdad desde la que yo trato de acercarme es la de las víctimas, esas personas que han estado perdiendo constantemente y que están cansadas, pero que en muchos casos buscan regresar a su tierra para reconstruir sus vidas y vuelven a sembrar en lugares donde recogieron sus muertos”.

Paradójicamente, desde los ventanales verticales de una de la salas de la exposición, cuya curaduría fue adelantada por María Belén Sáez de Ibarra, se observa en diagonal -callada, impávida, distante; tan lejos y tan cerca- la Casa de Nariño, sede de inquilinos que han sido protagonistas de esta tragedia en las últimas décadas.

Bien sea porque supuestamente tenían vínculos con la guerrilla o con los paramilitares, con tirios o troyanos, con estos o aquellos, con ninguno o con nadie, los cerca de 100.000 desaparecidos, 262.000 muertos –sin contar los ocho niños muertos en el Caguán- y más de siete millones de desplazados por el maldito conflicto colombiano se ven reflejados en toda su vulnerabilidad y resistencia por el lente vital de “Chucho”. Como esa dolorosa imagen -una de tantas que te estremecen hasta los tuétanos- en la que un padre llorando abraza a su pequeño hijo desconsolado en medio de la selva y de la barbarie. Como lo dice el autor desde la perspectiva de la primera persona, tal como está narrada la muestra, y desde la trinchera de la compasión: “Esas mismas personas, que vi caminar valientemente por montañas y quebradas, ahora estaban doblegadas por el dolor”.

Doblegados por el dolor y la indignación ya estábamos varios, dado el nivel de brutalidad de nuestra guerra, como todas las guerras: guerra entre hermanos humildes, pobres, utilizados como carne de cañón por los halcones y señores de la guerra. Tal como lo supo captar la sensibilidad y el coraje de Colorado.

Al final, cuando caía un torrencial aguacero sobre el centro histórico y memorioso de Bogotá, nos echaron del Claustro de San Agustín. Bueno, una manera de decirlo: el tiempo había pasado rápido y no fue suficiente para ver, recordar, reflexionar y llorar sobre nuestras más crueles miserias. Sí, las de algunos colombianos que no saben ni quieren vivir en paz.

Ya en la calle, huyendo de los cántaros de agua que caían clamorosamente desde el cielo, que también lloraba por la epidémica violencia de Colombia, corrí por las gélidas y húmedas calles de La Candelaria y me refugié en el primer café que encontré, muy cerca también de la Casa de Nariño. Una suerte de fiebre de sábado en la noche. Y allí, como en una escena venturosa del más garciamarquiano realismo mágico, como una especie de déjà vu, me encontré, entre sorprendido y emocionado, con el mismísimo autor de “El testigo”, el gran fotógrafo Jesús Abad Colorado. Nos saludamos como si nos conociéramos de toda la vida; lo felicité; me compadecí de nuestra historia; nos abrazamos, y él mismo propuso una selfi en virtud de su generosidad, oficio y sencillez. Tal vez la foto fraterna, ajena a la guerra, de dos colombianos que, como muchos, quieren la paz.

Si la recordada y querida prima Martica Chalela estuviera viva no haría más que ratificar lo que me decía: que muchas cosas que me pasan a mí no son casualidades, sino coincidencias, y que yo tengo el privilegio de vivir universos paralelos como los que describe la física cuántica. Broche vital, en medio de la muerte, para una jornada tras la cual uno, con un poco de sensibilidad y conciencia, no vuelve a ser el mismo.

 

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