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Hace un tiempo dije en un chat que Hitler y Franco habían sido dictadores y déspotas, algo que no es un secreto para nadie y en lo que casi todo el mundo está de acuerdo. Pues quién dijo miedo: un excompañero del colegio se despachó diciendo que yo era un tal por cual castrochavista, comunista, guerrillero, terrorista y hasta petrista. Al parecer el sujeto en cuestión, por alguna razón técnica, no podía ver en ese momento quién era su interlocutor, lo cual para la esencia del caso no importa. Lo cierto es que algunos de los compañeros del grupo de Whatsapp, al que yo pertenecía, respaldaron al energúmeno facha. Otros me llamaron para aconsejarme que yo también lo insultara de la misma manera. No quise rebajarme a tanto y sencillamente, utilizando el método socrático de la mayéutica, intenté que él mismo se diera cuenta de lo estúpido, impresentable y bellaco que era. Casi lo logro, pero los estúpidos no se dan cuenta de que lo son.

Por cierto, además de mentiroso, contradictorio el denuesto contra mí en el marco de su ideología fanática y retrógada por cuanto significaría que sólo los castrochavistas, comunistas, guerrilleros, terroristas y petristas consideran a Hitler y Franco unos tiranos. De este modo, todos los demás, incluyendo a uribistas y de centro, pensarían que tanto Hitler como Franco son un ejemplo de verdaderos estadistas y demócratas, lo cual no es cierto. 

En otros grupos de Whatsapp está tajantemente prohibido hablar de política por las razones de polarización, odio y violencia verbal que se viven en Colombia, incrementadas en estas semanas previas a las elecciones legislativas y presidenciales. Radicalización y agresividad instigadas por políticos, gobernantes y exgobernantes que pretenden sacar réditos de esta estrategia maquiavélica dirigida al inconsciente de los individuos. También por sus fanáticos seguidores, marionetas sin conciencia ni autonomía que se mueven al compás de los hilillos mefistofélicos del titiritero. Numerosas sesiones de psicoanálisis y exorcismo tal vez sea lo que requiera el país.

Sé de muchos amigos, compañeros y colegas que han tenido que retirarse de chats por la hostilidad y la atmósfera cargada de rencillas que se respira en estos grupos de intolerantes e insensatos. Qué le puede esperar a una pobre y atrasada republiqueta -en términos económicos, políticos y morales- en la que sus ciudadanos no pueden hablar decente y civilizadamente de política o de religión porque el intentar hacerlo puede dar pie a peleas brutales, vulgares e inútiles que no conducen a nada o que a lo único que conducen inevitablemente es a un conjunto de relaciones rotas e irreconciliables. Me refiero, como ustedes lo saben, a grupos de colegio, de universidad, de barrio, de profesión, de familia, etc. Ningún ámbito se salva.

He observado con preocupación este comportamiento anormal y antisocial en personas cultas e incultas; educadas, no educadas y maleducadas; ricos y pobres; familiares, conocidos, amigos y enemigos; tirios y troyanos; uribistas, petristas y centristas (quizás son los más moderados). En general tienen un patrón en común: utilizan con frecuencia el argumento ad hominem, ese que desacredita al intercolutor a través de la  injuria, el insulto y la calumnia pero que no rebate ni debate con altura sus ideas. Repiten de memoria como loros un par de consignas que su amo político les inculcó de tanto reiterarlas en sus discursos, sin ninguna clase de juicio crítico ni analítico. Como recomendaban y practicaban Hitler, Franco o Laureano y sus propagandistas y “a lateres”: calumniad, calumniad, calumniad, que de la calumnia algo queda. O su correlato: Mentid, mentid, mentid, que de la mentira algo queda.  

Ahora son más viables y visibles y aceptados y civilizados y decentes y conducentes los grupos que se forman para intercambiar videos o imágenes pornográficas que los que se organizan entre amigos o colegas para hablar de muchos asuntos, de lo divino y de lo humano, incluyendo la política. Hablar de política se constituye ahora en algo falaz, obsceno, vulgar y peligroso. Como estará de prostituida ésta en Colombia.

Me refiero a la política entendida en este par de acepciones contempladas en el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE). Una: Arte, doctrina u opinión referente al gobierno de los Estados. Dos: Actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos. Y tres, que aplicaría en mi caso y en el de la mayoría de ustedes: Actividad del ciudadano cuando interviene en los asuntos públicos con su opinión, con su voto, o de cualquier otro modo. No sobra remontarnos unos siglos para recordar que Platón concebía la política como un axioma de valores humanos, de orden ético y moral. Nada que ver con la praxis colombiana. La máxima aspiración de la política platónica era la creación de un ordenamiento moral para la realización de la virtud y la justicia: un estrecho nexo entre la ética y la política. ¿Muy platónico? ¿Les suena?

Por supuesto son definiciones que no tienen nada que ver con el concepto de política que se practica en Colombia, que sería algo así como el arte de enriquecerse con el erario, beneficiar con contratos y nombramientos a los amigotes y joder a los contradictores y a la mayor parte de la población. O qué tal esta otra: Praxis a través de la cual se compran votos y elecciones sin que las autoridades se den cuenta ni hagan nada y sin que a los ciudadanos les importe siempre y cuando ganen sus candidatos. 

Mi columna de la semana pasada, que titulé “La fiesta de Hemingway”, suscitó toda suerte de comentarios entre familiares, amigos, conocidos y desconocidos. A varios les pareció dura, dolorosa, depresiva, excelente, maravillosa, que inducía a la lectura, etc. Pero cómo serán los rencores enconados, los odios inducidos y la ciega polarización en que estamos inmersos que un gran amigo que leyó la columna, en la que recuerdo y pongo en contexto el suicidio del premio nobel de literatura y el del torero Juan Belmonte, lo único que atinó a comentar es que ahora sólo faltaba el suicidio de Santos.

Todo puede ser un juego macabro del destino, una burla grotesca de los dioses, una tragicomedia del universo contra la colombianidad, si es que el término existe. Por la mediocridad política y deportiva, puede que Colombia esté signada cada cuatrienio a ser eliminada del Mundial de Fútbol, a clasificar sufriendo mucho si es del caso –los menos- y a elegir a los peores gobernantes y congresistas.

El título de esta columna -¡Es la política, estúpido!- es una parodia de la consigna más significativa de la campaña presidencial de Bill Clinton en 1992. Aquel eslogan enunciaba: ¡La economía, estúpido! Con el tiempo se le agregó la conjugación del verbo ser. Sin embargo, se trata de la política transparente y bien entendida, la discusión civilizada y con sindéresis, el debate de altura, la controversia argumentada, la polémica ilustrada y culta, la disputa decente y enriquecedora. ¿Será mucho pedir? Imposible que no seamos capaces de hablar de forma íntegra, tolerante y honesta de política. No puede ser que unos sólo sean hijueputas mamertos, castrochavistas, comunistas, guerrilleros y terroristas. Ni que otros sólo sean malparidos narcotraficantes, paramilitares, fascistas y genocidas. Ni que aquéllos sólo sean güevones tibios, indecisos, pusilánimes e idiotas útiles y sin pantalones. Imposible que sólo seamos unas marionetas en las manos de los caudillos y politiqueros de turno. El pueblo tiene los gobernantes que merece, y los gobernantes tienen el pueblo vulnerable, ignorante y manipulable que quieren y que les sirve a sus intereses. Como ocurre con la selección de fútbol y el cambio climático, nos está cogiendo lo tarde.
 

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