Cargando contenido

Ahora en vivo

Seleccione la señal de su ciudad

Hoy, otra vez, me ha despertado la bulla del pequeño que corre todos los días por el pasillo y que se ha convertido en la única señal nítida que percibo en estos tiempos en los que todo parece haberse detenido.

Últimamente solo recibo señales ininteligibles que no logro comprender y me siento como un viejo marinero que intenta descifrar el sonido de la señal en código morse que se produce en medio del naufragio.

No sé si es la mañana o la tarde, lunes o viernes, porque todo parece ser igual y no hay días como formalmente se conocen. Todo se ha trastocado hasta casi perder la noción del tiempo y depender de las pequeñas actividades de mis vecinos para ubicarme medianamente.

Esta rutina se resume como un eterno juego entre el resplandor y la oscuridad que dan vueltas como un perro rabioso en el vano intento de morderse la cola.

El tiempo parece haberse detenido ahora que la muerte es una condición abrumadoramente indispensable y nos damos cuenta de lo esclavos que hemos sido de los relojes y de esa manera tan dramática de medir el ritmo de las cosas.

La lógica del tiempo colapsó. El minutero y el segundero se quedaron arrumados para siempre en el lugar que ocupa la media hora insinuando un hombre cansado con los brazos escurridos. Cavilo en lo que parece ser la madrugada, duermo a rachas como si los días no existieran, pienso en tantos momentos borrados de un solo jalón por fuerza de las circunstancias.

Solo tengo la certeza que me encerré imaginando que estaba inventando una manera para sobrevivir al fin del mundo y que he estado en silencio esperando una señal para volver a salir e intentar respirar en medio del agobio de una ciudad congestionada.

Cuando llegue el momento, pienso que debo hacerlo con la misma lógica con la que los animales empezaron a copar los bordes de las ciudades y a caminar por las calles vacías, justo cuando percibieron que todo se había llenado de un profundo silencio.

Solo espero el instante en que vuelva el ruido a la calle para retomar esa frágil cotidianidad y salir a plantar la bandera del sobreviviente que está de regreso a sus andanzas. Aunque hace mucho tiempo los días son iguales, hoy es una jornada de particulares sobresaltos en la que los ruidos domésticos se amplifican como una especie de bomba atómica.

El niño del apartamento vecino ha soltado temprano su colección de juguetes y el golpe seco de una bola de cristal que se estrella contra el piso de madera, me aturde como si miles de relojes despertadores sonaran al mismo tiempo.

Un perro se sacude cuando empieza su paseo y marca así la primera hora de la mañana. Nunca ladra, pero parece inventar unas alas para volar justo cuando es sacado a dar su vuelta reglamentaria por la cuadra.

En eso que se llama la nueva realidad, el niño parece ser mi único vecino y referente con el exterior cuando lo escucho correteando y sonriendo, mientras parece inventar una vuelta al mundo en el estrecho pasillo del edificio.

Su voz nítida entra como el ruido de un taladro, da vueltas por la habitación como una mosca y luego sale por la ventana en busca de su nuevo destino.

En la noche vuelve a jugar a las escondidas y establece ese jugueteo de quien no quiere ser descubierto y se le unen las voces de otros niños del piso de arriba y lo llena todo de un ruido casi ensordecedor.

Pienso que todos somos ese niño jugando a las escondidas, pero me conmueve escucharlo sonreír tan poderosamente justo cuando lo encuentran y queda en evidencia su falta de capacidad para ocultarse.

Siento que hay vida con esa única voz infantil que corre indiferente a la tragedia de afuera y que todo tiene algún sentido con él, entendiendo que la soledad es agobiante en tinieblas y que resuena como un trueno esa frase que indica que “de noche lo triste, se siente tres veces más triste”.

El día se hace más llevadero cuando pasa la señora del aseo escuchando música cristiana o el todero del edificio canta un vallenato de Alfredo Gutiérrez, pero la noche pone en evidencia sus miserias y todo suena con el mismo estruendo de un espejo que se quiebra.

Los dilemas se han resuelto entre esperar la mañana, que viene acompañada de sonidos de pájaros que te prepararan para el diario acontecimiento de la luz y la noche que empieza en silencio y sin advertencias.

Sentir la desazón luego que la ciudad fue invadida de un tajo por ese silencio del campo, por esa rotunda ausencia de ruido que solo es posible percibir en los pueblos.

Es como si de repente se hubiera activado una alarma que nos obligó a correr a un refugio subterráneo, en el que esperamos ese sonido que nos indique el momento de volver y de prender esa luz cegadora que se apagó por fuerza de las circunstancias. 

Intentamos percibir la señal que nos ordene quitarnos las vendas y los tapones que nos pusimos en el afán de sobrevivir en estas cuatro paredes, ciegos y sordos, escuchando apenas como el agua corre por las bajantes y la sonrisa de ese niño lo llena todo con sus juegos.

Solo él produce esa rara sensación de presencia y lejanía a la vez, porque lo escucho pero es imposible reconocerlo, no puedo verlo en estos días sin afanes, callados y hasta grises.

De repente ha cesado el sonido de los tacones de las damas que afanosamente salen en las mañanas para sus trabajos y ahora sólo se escucha el agua cayendo de las duchas. Cada cierto tiempo un helicóptero policial rompe la impasibilidad de la noche y el viento golpea a ráfagas los ventanales de los edificios cercanos.

Extraño esos sonidos coloquiales de la calle, el frenesí de los pitos y los agobiados vendedores ambulantes que gritan: “Tamales...tamales”, “mazamorra…mazamorra”.

Siento esa irrefrenable angustia de estar jugando a la eternidad. Las voces de ese niño son una invitación a escaparse, seguirlo.

De pronto me agarra ese afán incontenible de salir, buscarlo y reconocer su voz, que es lo único que he escuchado todo este tiempo.

Siento una vez más sus pasos junto a la puerta de mi apartamento, intuyo que avanza perseguido por su nana y entonces no puedo más y salgo despavorido, tiro la puerta, corro por el pasillo y por fin grito, grito con todas las fuerzas de mi alma.

- ¡Un, dos, tres por mí!

Fuente

RCN Radio

Encuentre más contenidos

Fin del contenido.