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Está fundando una ciudad sin saberlo. (Parece cumplir con los requisitos de ley, porque aquí abunda el miedo). 

Sólo, atolondrado entre el sopor y el miedo, prende un cigarrillo de bazuco y el rincón oscuro de la calle brilla, fugaz pero poderosamente. La luz dura lo que dura un fósforo y luego la oscuridad cae como una maldición, de nuevo.

Se acaba de sentar llevado por esos demonios que lo devoran por dentro. (Fue un niño feliz que soñaba con jugar fútbol y que sentía que la felicidad eterna tenía el olor de la sopa de dulce que hacía su mamá). Ahora es un  hombre solitario, poniendo, sin saberlo, la primera piedra de su nueva invención.

No lleva nada en las manos, excepto la bicha, que es como un pendón levantado en medio de la noche, su carta de presentación, sus credenciales para ser dueño de este espacio que no existe, que no tiene  paredes, ni puertas, ni nada.

Acaba de presumir de héroe, sin serlo, acaba de conquistar esta pequeña esquina del centro de Bogotá por cuenta de la magia de un barillo que crepita despacio, lentamente y mientras sigue sentado, aferrado a la pared ennegrecida, se siente como un astronauta que llega a la luna.

-“Este es un paso pequeño para el hombre, pero un gran paso para la humanidad”-, le decía recurrentemente su mamá, con una insistencia que rayaba en el fastidio, en su afán por hacerle creer que era una especie de reencarnación de Neil Armstrong.

¿Para qué putas una luna?, pregunta a gritos ahora. (Nadie lo escucha, así ha sido siempre).

En medio de la traba, es posible que crea que está ejerciendo la soberanía de sus sueños y que el esplendor de ese momento le alcance para develar una placa conmemorativa en la que esté su nombre, elaborado con ceniza y fuego.

El humo sube a bocanadas, lentas, amarillas, redondas, pequeñas, brillantes. (En la otra cuadra un ejército de hombres sin sonrisa hurga sus miserias en una bolsa de basura).

Esta nueva ciudad es incómoda, estrecha, oscura. Nada brilla, excepto el humo que sale revuelto con polvo de ladrillo.

Él sigue inmóvil creyendo que mira, mientras parece imaginar una bandada de palomas persiguiendo a un taxi por la Avenida Caracas y una zorra tirada por un caballo viejo que lleva un cargamento de rosas rojas. (Otros hombres caminan como tratando de adivinar cuál es la bolsa negra que hoy viene premiada).

Este hombre es un perdedor que siente que acaba de fundar su propia ciudad en un rincón oscuro. (Ni los espíritus más creativos o en sano juicio podrían avizorar la demolición de una ciudad recién inventada).

El fundador es un héroe de mentiras, un enfermo, un consumidor compulsivo que no tiene nada, excepto la estúpida sonrisa del que se miente que es feliz.

Sin querer acaba de fundar una ciudad que se llamará El Cartucho, el Bronx, el Cartuchito o La Sexta, para demostrar que también se puede construir desde el vicio.

Fuente

RCN Radio

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