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Con la puntualidad y expectativa del gran telón que asciende para dar paso a la función, las puertas de vidrio que daban a la azotea se abrían pocos minutos después de las diez. El hombre del bastón hacía su aparición alegre y aquella azotea se convertía en un campo abierto, su mundo pleno, el lugar en donde habitaba el aire puro de la libertad. Los días eran soleados y el ruido de siempre en las calles y avenidas había dado paso a un denso rumor de abejas que no podían volar.

Yo lo miraba todo desde lo alto de mi balcón en el edificio de enfrente mientras me tomaba un café. También buscando un poco de aire libre, me sentaba a observar la vida de los demás al tiempo que rogaba por un rayo de sol que no fuera fugaz ni traicionero. Desde allí veía a quienes, ya con las cortinas abiertas, daban paso a sus rutinas y en especial me gustaba apreciar la llegada de los obreros a la construcción que estaban levantando a media marcha sobre las ruinas de la casa de la embajada, como se le conocía en el barrio.

Era inevitable mirar a través de las grandes ventanas de los apartamentos vecinos, tratando de adivinar alguna escena cotidiana que denunciara una historia para comentar. Seguramente los vecinos hacían lo mismo y pronto todos estábamos observándonos unos a otros, descubriéndonos con desconfianza, como si acabáramos de enterarnos de que la Tierra no se inventaba por primera vez y no éramos los únicos en pisarla.

La metamorfosis de vecino a fisgón era más rápida que el sueño de Gregorio Samsa. Varias veces los vecinos "del lado de acá", con ventanas en el costado del apartamento, nos vimos sorprendidos por el show de la muchacha que se sentaba sobre su cama a arreglarse las uñas en ropa interior, mientras tomaba el sol después del almuerzo.

Y era inevitable, por cuanto mientras preparábamos un café o lavábamos la loza, mirábamos a través de la ventana lateral y aterrizábamos sin escalas en aquella cama vecina. Ella, con las cortinas arriba, seguramente ignoraba que desde esas ventanas diminutas se contemplaba todo. ¿Realmente lo ignoraba? Los del piso de arriba, desde los apartamentos que quedaban encima del suyo, a su vez nos observaban a nosotros. Las sombras y movimientos bruscos de alguien que se esconde o se evade delataban la situación.

Así que, para evitar problemas, era mejor irse al otro lado y refugiarse en el balcón. La azotea de en frente estaba justo allí, bajando un poco la mirada, y la rutina del viejo del bastón captaba toda mi atención. Casi siempre vestía un pantalón caqui y una chaqueta de pana azul. Una gorra de beisbolista le protegía la cara, lo que hacía difícil la definición plena de su rostro; la nariz se veía un tanto aguileña y parecía llevar un lunar en la mejilla derecha aunque también podría ser una mancha. Siempre me pareció recién afeitado y oloroso a lavanda, triunfante y limpio en su mayor dignidad.

La señora joven del uniforme azul era quien abría todos los días las puertas de vidrio de la azotea. Lo hacía después de asear el baldosín y de echarle agua a las matas. Una silla blanca, de plástico, yacía en el rincón donde el sol caía con mayor ímpetu y sin tropiezos. Ella la limpiaba con agua y jabón y después le rociaba alcohol, como mandaban los nuevos cánones del Universo. Cuando todo estaba listo y dispuesto, el viejo daba un paso emocionado desde la sala y comenzaba su recorrido por aquellos cuantos metros de totalidad.

Me pregunto cuánto tiempo de insomnio y ansiedad gastaba aquel hombre hasta que llegaba ese momento. Lo digo porque su emoción era evidente: la sonrisa del triunfo lo denunciaba entero. Esa puerta era su futuro. Quizás el encierro le resultaba un enigma, un signo de algo que lo invitaba a rendirse, a bajar la guardia y emprender con resignación la retirada.

En el balcón caminaba de aquí para allá, de allá para acá con disciplinado ritmo, tal vez contando los pasos, hasta que despacio, minuciosamente se sentaba en la silla a disfrutar del calor. Esa era su meta, el premio final de aquellas noches soñadas. Desde allí apenas si miraba hacia arriba. Dudo mucho que se diera cuenta de que yo lo observaba. Parecía mirarlo todo, tratando de entender, quizás, lo que ocurría: ¿hasta dónde habíamos llegado?

Abajo en la obra, los obreros se movían acompasados distantes unos de otros. Con cascos y tapabocas sacaban adelante una labor que en otros tiempos era más alegre y bulliciosa. El director, de casco blanco, los reunía en círculo antes de comenzar y les recordaba el famoso protocolo. Ellos oían y asentían. Una mujer daba instrucciones y corregía, un termómetro en una mano y una libreta en la otra. Luego se dispersaban hasta que caía la tarde, con una breve pausa para el almuerzo.

La tarde en que llegaron los mariachis a las calles fue también muy especial por cuanto fue la primera vez que vi al hombre del bastón en la azotea a esa hora. Su rutina de todos los días era mañanera, de diez a once o unos minutos más, por mucho. Nunca hasta mediodía. No me di cuenta a qué hora salió pero seguramente llamó su atención, igual que a mí, aquel sonido de trompetas.

Si bien no alcanzábamos a ver a los integrantes del mariachi, por cuanto la cerca de cinc que rodeaba la obra no lo permitía, sí escuchábamos las canciones que subían con un eco de embudo por entre los edificios. Él se paró de espaldas a mí, mirando a la calle, buscando ciegamente el origen de aquellas melodías tan humanas. Tal vez tarareó algunas, las más conocidas, pero nunca lo pude saber.

Pronto vimos a varios vecinos asomados en sus balcones contemplando el espectáculo que se ofrecía de repente. Algunos aplausos se escucharon al final y quizás llovieron billetes y monedas.

Con el paso de los días, los músicos aumentaron su frecuencia y disminuyeron su calidad. El más enigmático fue un dúo de música góspel que cantó alabanzas y melodías de adoración divina y no pidió nada a cambio. Al principio creía que había sido algún vecino con su equipo de sonido a todo volumen. Después entendí la verdad y vi al dúo terminar su espectáculo sobre el andén y marcharse hacia la autopista.

La excitación por la novedad tenebrosa que traen los primeros días de un acontecimiento singular, como una pandemia, pronto dio paso a la rutina y al aburrimiento. Una prueba de ello fue que se acabaron los aplausos de las ocho de la noche. Cesaron las aclamaciones al personal médico. Los héroes se habían convertido en humanos, y ya sabemos cómo es la ingratitud en esos casos.

Como las autoridades permitieron que la gente comenzara a salir a las calles -en una mezcla de proclamación de victoria y sumisión parecida a la derrota- asomarse al balcón para conquistar la libertad dejó de ser una jugada ingeniosa y de persistir habría sido una estupidez: las calles cobraban de nuevo vida en medio de una paradójica amenaza de muerte.

En esa circunstancia me refugio, digo, en la libertad en las calles, para explicar por qué de repente no volví a ver al señor del bastón. Simplemente un día desapareció. Nadie volvió a asomarse en la azotea, ni siquiera la señora del uniforme azul. Las cortinas se cerraron; las flores se marchitaron. Sin ningún aviso ese compañero de pandemia se esfumaba sin dejar rastro. Ojalá lo encuentre algún día sentado en la silla del parque, contemplando a los niños que juegan con el perro o revientan burbujas al azar.

Fuente

RCN Radio

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