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Desearía, aun cuando muchos duden al leerlo, haber dejado de escribir sobre el expresidente Álvaro Uribe hace años. Dicen que los periodistas tenemos una especie de obsesión con él, a la hora de mantener vigentes discusiones sobre sus dos gobiernos y, más recientemente, de su paso por el Congreso como jefe de la oposición. Pero el error mayor sería ignorarlas.

Para nadie es un secreto que el estilo de liderazgo característico del expresidente Uribe ha sido el de mayor impacto desde tiempos de Galán. Su llegada al poder, sería insensato negarlo, significó el fin de un proceso de derrota y humillación que había mantenido el ánimo de los colombianos en el suelo (aunque cada vez somos más quienes ponemos en duda el altísimo costo en materia de alianzas cuestionables y excesos que Uribe pagó a cambio de sus logros). 

Habiendo devuelto la esperanza a millones de personas, Uribe terminó su mandato de ocho años con el índice de popularidad más alto de un gobernante saliente en la historia reciente de Colombia. Y no se me ocurre un solo caso en años más remotos en que alguien pudiera superarlo. Habiendo conseguido un lugar privilegiado e inolvidable en los libros de historia ¿por qué decidió Uribe borrar por su propia cuenta muchos de sus logros? 

Fue su fascinación por el poder lo que lo llevó, de manera paradójica, de ser el artífice del regreso de la esperanza y de una unidad pocas veces vista, a convertirse en uno de los principales promotores de la peligrosa polarización que enfrenta el país. 

En cuestión de pocos años, el expresidente que había ganado un espacio en los libros de historia como uno de los líderes más carismáticos decidió dar peleas en las que dejaba a un lado la dignidad de un estadista, optando por argumentos cada vez más bajos. Contra sus críticos y opositores profundizó una campaña de desprestigio, que había iniciado durante su mandato, señalándolos de guerrilleros y de comprados por el gobierno, aún sin tener pruebas para demostrar semejantes acusaciones. El ataque contra Daniel Samper, a quien llegó a tildar de “violador de niños”, fue la señal más clara de que el expresidente había tocado fondo.

Y su discurso, que durante décadas había contemplado la paz negociada (apoyando el indulto al M19 y adelantando diálogos exploratorios con las Farc y el ELN) como una manera de evitar conflictos innecesarios y costosos, tomó cada vez una posición más extremista. En medio de su proceso de radicalización, Uribe llegó al punto de criticar la justicia transicional por haber llevado a los dictadores del Cono Sur a la cárcel. Sobre el proceso de paz, desde el día cero, aseguró que garantizaría la impunidad para los criminales de lesa humanidad y conduciría a Colombia a un sistema similar al venezolano, desde un tono cada vez más populista y cerrado a la aceptación de las transformaciones de la paz. Y su círculo más cercano, que años atrás había contado con algunos líderes, terminó convirtiéndose en un espacio compuesto, en gran parte, por aduladores menos calificados. 

Hace diez años, Álvaro Uribe terminaba su gobierno en medio de vitoreos y alcanzaba un lugar en la historia colombiana como uno de los pocos líderes capaces de lograr la unidad entre las mayorías. Hoy, en medio de la nostalgia por el poder, Uribe es el actor más determinante en un contexto de polarización en que los discursos incendiarios del odio y el resentimiento frenan el progreso hacia una sociedad más incluyente y tolerante.

Esa es la paradójica realidad del expresidente que, seducido por el radicalismo, borró muchos de sus propios logros.
 

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