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A algunos amigos y lectores les gustó y me felicitaron generosamente por la columna titulada "La poesía es una arma cargada de futuro”, al tiempo que me propusieron que escribiera otra sobre el mismo vasto y bello tema, dada la multiplicidad de perspectivas y protagonistas que contiene.

Acepto la sugerencia y procedo a complementar los apuntes, los poemas y los poetas que salieron a relucir en la primera, pero reduciendo su universo al ámbito de la poesía colombiana. Acá todos nos creemos poetas, y, en realidad, sin duda, el país ha producido bardos relevantes y entrañables. No obstante, infelizmente, Colombia produce más asesinos y corruptos que poetas; acá se lanzan más balas que versos y se componen más componendas que poemas.

Sin embargo, a lo dicho. Comencemos.

Influido por Luis de Góngora, Hernando Domínguez Camargo fue un sacerdote jesuita que en el siglo XVII cultivó el culteranismo en su poesía, caracterizado por la barroca pomposidad de sus versos, su retorcida sintaxis, sus complejas metáforas y por la alusión a temas o figuras latinas o de la Grecia Clásica.

“¡Ay, Apolo vengativo!,
Cuando con pies voladores
Sigas a Dafne, de ingrato
Laurel tus sienes corones”.

A María Mercedes Carranza, como a muchas mujeres poetas, no le gustaba el femenino poetiza. Por eso, les seguiremos diciendo poetas. La Feria Internacional del Libro de Bogotá inauguró en su reciente y exitosa trigésimo segunda edición el salón de poesía María Mercedes Carranza, un homenaje a la mujer y a las musas, por el que desfilaron poetas de diferentes estilos, géneros y países. Tal como lo adelantó en un poema, María Mercedes murió mortal y cuando quiso:

“Moriré mortal,
es decir habiendo pasado
por este mundo
sin romperlo ni mancharlo.
No inventé ningún vicio,
pero gocé de todas las virtudes”.

Su padre, Eduardo Carranza, fue la cabeza más representativa del movimiento Piedra y cielo, que regresó al verso tradicional español y abrazó la noción de obra al servicio de la vida. Como en su “Soneto con una salvedad”:

“Bien está que se viva y que se muera.
El Sol, la Luna, la creación entera,
salvo mi corazón, todo está bien”.

Otra vez volvemos al subjetivo, inmortal y romántico modernismo de José Asunción Silva, el más intenso y desolado destino de la poesía colombiana. Siempre hay que volver a él. Las “Crisálidas” son la gran parábola de la vida y el alma, de la vida y la muerte (uno de sus mejores poemas). La vida como negación del ser: el hombre no vive, sino sobrevive a esta angustiosa premisa. El tema de los seres que han partido es constante en Silva, para quien la muerte es un encuentro metafísico, una suerte de explicación vital de su suicidio.

“La prisión, ya vacía, del insecto
busqué con vista rápida;
al verla vi de la difunta niña
la frente mustia y pálida,
y pensé ¿si al dejar su cárcel triste
la mariposa alada,
la luz encuentra y el espacio inmenso,
y las campestres auras,
al dejar la prisión que las encierra
qué encontrarán las almas?”

El poeta maldito Porfirio Barba Jacob, si bien bendito por los hados de la poesía, que reprochó con amargura que no hubiera sido comprendido en su país –como tantos otros-, le cantó al exilio, al tormento, al fracaso de la vida, al dolor del mundo, a la nada, como en su “Canción de la vida profunda”:

“Y hay días en que somos tan lúgubres, tan lúgubres,
como en las noches lúgubres el llanto del pinar.
El alma gime entonces bajo el dolor del mundo,
y acaso ni Dios mismo nos puede consolar”.  

León de Greiff escribió versos barrocos que alejaron a la poesía del habla cotidiana, del lenguaje común, con alusiones culteranas a la Grecia Antigua y al mundo latino. En un mismo sentido nihilista nos recuerda en su conocido “Relato de Sergio Stepansky” que la vida no vale nada:

“Juego mi vida, cambio mi vida,
de todos modos
la llevo perdida...
Y la juego o la cambio por el más infantil espejismo,
la dono en usufructo, o la regalo”.

Jorge Gaitán Durán y el grupo Mito, integrado además por Hernando Valencia Goelkel, Eduardo Cote Lamus y Fernando Charry Lara, entre otros, lograron la conquista definitiva del verso libre. Sus poemas parecen verdaderos ensayos sobre el hombre y la vida humana. Sin adjetivación, y con un lenguaje escueto y énfasis en el contenido.

“Somos como son los que se aman.
Al desnudarnos descubrimos dos monstruosos
desconocidos que se estrechan a tientas,
cicatrices con que el rencoroso deseo
señala a los que sin descanso se aman:
el tedio, la sospecha que invencible nos ata
en su red, como en la falta dos dioses adúlteros”.

Y el maestro Fernando Charry Lara, que me enseñó de poesía hispanoamericana en el Instituto Caro y Cuervo y que le dedicó la vida y un poema, entre varios, “A la poesía”:

“Y luego, en tu desnudez eterna,
abandóname tu cuerpo
y haz que sienta tibio tu labio cerca de mi beso,
para que otra vez, despierto entre los hombres,
te recuerde”.

Otro poeta y maestro, que nos acercó al amplio y sensitivo panorama de la poesía colombiana, fue Jaime García Maffla. Cómo olvidar aquella gélida y desolada mañana en el Seminario Andrés Bello:

-¿Cómo estás, maestro?

-Acá llorando por lo que no pudo ser.

Y en ese mismo sentido desarraigado, nostálgico y melancólico escribió:

“Hermano,
Te he buscado
Y van dos días sin saber de ti.
Te he buscado porque me he perdido”.

Como en el “Pueblito viejo”, de mi paisano José A. Morales, todos regresamos, así sea solo en sueños, a la arcadia perdida, a nuestro “locus amoenus”. También Aurelio Arturo en su “Morada al sur”, que clama su pertenencia telúrica a la naturaleza:

“El agua límpida, de vastos cielos, doméstica se arrulla.
Pero ya en la represa, salta la bella fuerza,
con majestad de vacada que rebasa los pastales.
Y un ala verde, tímida, levanta toda la llanura”.

La poesía tiene nombre de mujer, como Piedad Bonnett, y no podía dejar de mencionar a esta mujer contemporánea, luchadora y filósofa, presente en el pensamiento poético y vital del país:

“Exacto y cotidiano
el cielo se derrama como un oscuro vino,
se agazapa a dormir en los zaguanes,
endurece los patios, los postigos,
enciende las pupilas de los gatos”.

No puedo nombrarlos a todos; es imposible y tampoco es la pretensión; no alcanza para tanto una columna. Pero hay dos poetas, cuya vitalidad de su poesía cabalga con fuerza en el imaginario poético de los colombianos. Uno es Juan Manuel Roca, que sigue enviando su epistolario a la conciencia del país:

“Sin saber para quién,
Escribo esta carta puesta en el buzón del viento,
Desde una nación donde alguien proscribe el sueño,
Donde gotea el tiempo como lluvia envilecida
Y la risa es condenada por traición a los espejos”.

El otro es Darío Jaramillo Agudelo, viajante desde la “generación sin nombre” o la  “generación desencantada” a los plácidos parajes de la poesía amorosa, como uno de sus más importantes renovadores:

“Ese otro que también me habita,
acaso propietario, invasor quizás o exiliado en este cuerpo ajeno o de ambos,
ese otro a quien temo e ignoro, felino o ángel,
ese otro que está solo siempre que estoy solo, ave o demonio
esa sombra de piedra que ha crecido en mi adentro y en mi afuera,
eco o palabra, esa voz que responde cuando me preguntan algo,
el dueño de mi embrollo, el pesimista y el melancólico y el
inmotivadamente alegre,
ese otro,
también te ama”.

Que me perdonen los poetas que no figuran acá, que son muchos y también muy buenos y significativos, pero imposible mencionarlos y citarlos a todos. Conque los colombianos lean más poesía y menos trinos cargados de odio, y echen más versos que tiros e insultos, nos damos por bien servidos. Cerremos, eso sí, con la lacónica y purista sentencia del controvertido político y poeta payanés Guillermo Valencia esta poco lacónica columna, que solo pretende ser un renovado, modesto y sentido homenaje, aunque insuficiente, a la poesía colombiana:

“Sacrificar un mundo para pulir un verso”.

 

Fuente

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