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Cuando alguien en Twitter me escribió que es “difícil distinguir entre un líder social y un delincuente” como una manera de justificar la masacre que nos golpea, confirmé una vez más que el problema de fondo que tiene Colombia va más allá del accionar de los grupos criminales. Cuando la defensa de la vida no nos convoca por igual a todos, cuando prima la ideología o la política, cuando creemos que el asesinato se justifica, estamos perdidos como sociedad. Si no logramos rescatar de nuevo el valor de cada ser humano sin importar su sexo, su raza, su ideología, su historia, jamás nos vamos a reconciliar y no tendremos un futuro distinto a seguirnos matando. 

Yo no sé si uno o varios de los líderes sociales asesinados tenían vínculos con grupos ilegales. Existe esa posibilidad y las investigaciones lo dirán. Lo que sí sé es que eso no justifica un asesinato y también sé que estigmatizar a centenares de personas por la posibilidad de que unas pocas pudieron tener relaciones ilegales es una atrocidad. Toda generalización es una tremenda injusticia y más en un caso como este en el que es claro y está probado que esas personas asesinadas eran, en su mayoría, reconocidas en sus comunidades. Personas que se atrevieron a pensar y a pelear por sus derechos y por eso las mataron. En algunos casos otras serán las razones pero usar el estigma para aplaudir una masacre nos envilece a todos. 

Eso de encontrar razones para que no nos preocupe la muerte de seres humanos porque los consideramos delincuentes, revoltosos, indeseables, es una pérdida del sentido de humanidad y un desfase grande en el concepto de lo que se entiende por una sociedad civilizada y democrática. Por supuesto que no es de ahora y que ese pensamiento ha permitido  justificar y hasta celebrar el asesinato, la tortura o la injusticia a lo largo de la historia. Es por esa capacidad de justificar los muertos que los humanos nos seguimos matando a pesar de todos los pactos que hemos hecho para convivir. Las guerras más atroces y el exterminio de comunidades completas tienen en el fondo ese principio de considerar que el otro es despreciable y merece ser exterminado. 

En Colombia hace carrera desde hace tiempo el concepto de que si una persona es víctima de una amenaza o un asesinato es porque “algo estaba haciendo”, “murió en su ley porque sería un delincuente” o porque “no estaría recogiendo café” como se dijo ante los casos de los falsos positivos. También es usual encontrar justificaciones del tipo “quien lo manda a meterse en problemas” o “eso le pasa por no comer callado”. Es como si se hubiera perdido el sentido del bien y del mal. Como si existiera la pena de muerte de facto, como si protestar fuera un delito o como si le diéramos permiso a los violentos para que ejecuten a los que consideramos indeseables. No entendemos que son las leyes las que deben dirimir los conflictos y que si perdemos los límites que nos hemos puesto como sociedad no solo pierden esos muertos, perdemos todos. 

En uno de los carteles que usaron los jóvenes que salieron a las calles de París a encender una vela por los muertos y por la vida aparecía una frase que resume muy bien lo que como país deberíamos sentir hoy ante nuestros muertos: “Las campanas suenan por mí”. Y es así cuando muere un líder social y también un policía, un periodista, un soldado, un ladrón, un guerrillero, un campesino, un niño, una mujer, un anciano, un político de izquierda o de derecha. “Las campanas suenan por mí”. Ese cartel hacía referencia al poema de John Donne que dijo hace ya varios siglos mucho mejor que esta columna lo que hoy nos debería convocar: «La muerte de cualquier hombre me disminuye porque estoy ligado a la humanidad, por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas: doblan por ti».   
 

Fuente

RCN Radio

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