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Muy cerca de Berlín, la capital alemana, a unas dos horas y media en tren, está Dresde. La "Florencia del Elba" le decían antes de que fuera bombardeada el 13 de febrero de 1945, a pocos meses del fin de la guerra.

Es una ciudad hermosa, quizás tan hermosa -tal vez más- que Praga o Budapest. Muchos de sus edificios arrasados por las llamas fueron restaurados y, a pesar de la sevicia del ataque que sufrió hoy en día, recupera su esplendor.

De lo que ocurrió la fatídica noche de los bombardeos se han escrito muchos libros y se han hecho decenas de debates; documentales abundan por todas partes, tratando de absolver la pregunta elemental: ¿Por qué fue atacada de esa manera por los aliados? ¿Se buscaba la rendición incondicional de Alemania afectando a la población civil, arrasando el centro histórico de una ciudad que no tenía ninguna importancia militar? ¿Era solamente una venganza?.

De hecho, ese mismo fue el principio filosófico-político-militar que desencadenó el uso de la bomba atómica en Hiroshima y Nagasaki siete meses después. Solo un golpe de naturaleza, descomunal, despiadado, inhumano, podía quebrar el ánimo, la terquedad, la voluntad de los nazis. A la postre la guerra en Europa acabaría en mayo cuando los soviéticos entraron en Berlín. Y Japón claudicó luego de esas dos tremendas bombas.

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Visité Dresde en julio pasado. Aún se pueden encontrar vestigios de la Guerra. En su centro histórico se conservan algunos edificios ahumados, uno que otro portal desportillado, con las huellas indelebles de las bombas que cayeron.

Aquí y allá, en medio de la espléndida arquitectura, es posible hallar los nombres originales de las calles, murales que se salvaron. Casi no hay instrucciones o avisos en inglés. Quizás para recordar -o tal vez olvidar-- que los aliados encabezados por los británicos y los norteamericanos habían destruido la arquitectura de esa ciudad.

Una película  de 2019, que ahora se puede ver en Netflix, permite revivir algunos episodios que transcurrieron en Dresde. "No dejes de mirarme", dirigida por Florian Henckel Von  Donnersmarck, relata la historia de un joven pintor que vive en carne propia la desgracia del nazismo traducida en los programas de esterilización de "enfermos mentales o débiles que le quitan espacio vital y recursos a los sanos", en la persecución a su padre por ser un profesor honesto que en su momento tuvo que afiliarse al partido de Hitler, en la desdicha de enamorarse de la hija de un médico fanático seguidor de las políticas de exterminio de ese régimen diabólico.

También se muestra allí cómo fue la transformación de Dresde desde el momento en que cae y queda en manos de los rusos, que implantan el régimen comunista en lo que después se conocería como la República Democrática Alemana. Es decir, el paso de un totalitarismo a otro, de una promesa fanática a otra igual de cruel, de la urgencia del "arte socialista", del "arte comprometido", una arte realista que despreciaba el arte moderno por considerarlo "degenerado" como el de Kandinsky.

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Posteriormente, con la caída del Muro de Berlín, comenzó otra etapa para la atribulada ciudad, una suerte de renacimiento, ya con recursos más amplios para terminar de reconstruir lo que se había dañado. Hoy es un lugar de visita obligatoria para quienes viajan a Alemania y desean seguir a Praga y a otras ciudades del Este. 

La pertinencia de esta película reside en la importancia de entender lo fácil que es pasar de un totalitarismo a otro, la tentación populista que está a la vuelta de la esquina con sus promesas de un mundo mejor, promesas muchas de ellas irrealizables y que terminan siendo inoculadas en el sentimiento popular casi siempre apelando a la violencia.

Fuente

RCN Radio

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