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Una vez más asistimos como espectadores lejanos a una ceremonia de entrega de los premios Oscar que, año tras año, se otorgan en medio del escepticismo cada vez mayor de quienes los siguen. La sensación de esta ocasión para sorpresa de algunos fue el éxito arrollador de Todo en todas partes y al mismo tiempo, una película normalita que no debería haber recibido tantos galardones y no marca ni un antes ni un después en la historia del cine.

Muchos expertos consideran que es una película espectacular, maravillosa y entretenida. Algunos profanos y para nada expertos, solo aficionados, consideramos que se trata más bien de un relato sin pies ni cabeza, con actuaciones del montón, que bien podría haber ganado, a lo sumo, un premio a mejor guion original. Pero nada más. Y eso que la tentación de decir que en realidad  se trata de un bodrio está muy a la mano.

La vi dos veces y al término de las dos interminables, eternas sesiones, llegué la misma conclusión. Había otras mejores producciones y mejores actores o actrices que los que finalmente fueron exaltados; pero los premios son así. Se suelen entregar por otras razones que van más allá de las meramente estéticas, criterio que debería ser el principal o transversal a la hora de llegar a un veredicto. Una vez más, como ha ocurrido en los últimos tiempos, y como seguirá ocurriendo en los venideros, los premios se han vuelto políticamente correctos, para quedar bien con todos en todas partes y al mismo tiempo.

Carlos Boyero, de El País, de España, se refirió a ella como “presuntamente atractiva, un disparate inentendible, bobamente imaginativo, tan pesado de ver y de escuchar como el que ofrece esta victoriosa, aunque lamentable película. O lo que sea”. Es decir, él si se atreve a decir lo que otros ya están pensando. Es más, hay por ahí un trino que resume lo que muchos han sentido en relación con esta película: “Se trata de ver quién es capaz de pasar del minuto 17”.

Obviamente, esto no es nada nuevo; hace parte del juego. Unos ganan y otros pierden, lo que significa que unos quedan contentos y otros pasan a buen disgusto. Lo importante es que se hable de ellas, de esas películas que como otras muchas han sido infladas a la brava, mucho más cuando el cine entra en crisis o enfrenta algún peligro, como ocurre ahora con la amenaza de Netflix, Amazon, HBO y otras plataformas por el estilo, que han puesto en jaque a la industria tradicional.

En tantos años de cinematografía, grandes películas y grandes actrices se han quedado sin el Oscar y a otros se lo dieron de manera honorífica, como por sacar la pata. Aún muchos no entendemos cómo Glenn Close no se ha ganado un premio Oscar, y lo mismo ocurre con Ralph Fiennes. Tampoco lo tienen Bill Murray, Michelle Williams, John Malkovich o Jim Carrey. No lo ganaron Ava Gardner ni Cary Grant: Greta Garbo y Marilyn Monroe también están en la lista de los no premiados.

Sin ir más lejos, lo mismo ocurre con los devaluados premios Nobel de Literatura, que cada octubre  desde hace más de cien años pone dizque a unas casas de apuestas a mover nombres de autores como si fuera el 5 y 6 en el hipódromo, a ver quién acierta y se lleva todo. Uno que otro, como en el juego del chance, suelta de un sopetón un nombre estrambótico o desconocido y si tiene suerte de dar con el ganador sale a cobrar ante la opinión por lo que de lejos es un auténtico chiripazo: es imposible saber lo que la Academia Sueca está pensando.

Si los premios fueran actos de justicia, constancias históricas, el Nobel lo hubieran ganado James Joyce, Mark Twain, León Tolstoi, Henry James, Rubén Darío, Emil Zola, Margarita Yourcenar, Virginia Wolff y, obviamente, Jorge Luis Borges, y no unos bodrios auténticos como Theodor Mommsen, un historiador y jurista alemán, que escribía sobre derecho constitucional romano pero nada de cuentos y novelas.

También se lo dieron a José Echegaray, ingeniero y matemático, en vez de a Benito Pérez Galdós; y a varios autores suecos medianamente conocidos en su país y, léase bien, algunos de ellos integrantes de la Academia Sueca: es decir, los académicos se premian a sí mismos. Suecia tiene siete premios Nobel de Literatura en comparación con lo seis que han ganado los latinoamericanos, por ejemplo.

Y eso que no hablamos de sir Winston Churchill, gran hombre de la guerra, gran político, muy controvertido (el bombardeo sobre Dresde en febrero de 1945 debió de pesarle en su conciencia), quien ganó el premio Nobel de Literatura sin haber escrito grandes novelas o cuentos. Más claro: el premio Nobel de Literatura no tiene necesariamente que ver con Literatura, como los premios Oscar no tienen que ver necesariamente con buenas películas.

Fuente

RCN Radio

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