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Me gusta preguntarles a mis amigos cuáles son sus inolvidables, aquellos lugares, personas o cosas que de verdad se han quedado para siempre en la memoria. Los veo vacilar, los siento inquietos, incapaces de definir. No es fácil, pero es un ejercicio que nos conecta con lo que somos, con lo que hemos sido. Ya lo decía Víktor Frankl: haber sido es también una forma de seguir siendo. Yo también soy lo que alguna vez fui.

Como decía, los inolvidables pueden ser lugares, cosas, sabores o personas. Viven en un lugar de la memoria –quizás remoto, en todo caso resguardado—, a veces inaccesible, otras, simplemente clausurado. También en cada segundo de ese momento en que se cierran los ojos y comienza el recuerdo. Todos los días, a todas horas. Pero siempre están ahí, presentes en nuestra soledad.
 
Esos inolvidables aparecen cuando menos lo esperamos. Por ejemplo, en esos días en que parece que la infancia nos persigue. Está uno caminando por ahí o charlando con un amigo cuando a nuestra mente llega de repente la imagen de esa loma del barrio, que llevaba a la montaña, y en donde vimos por primera vez un búho. También fue allí donde exploramos la primera cueva y arrancamos una flor.

Cuando uno escucha alguna canción puede volver a vivir ese extraño abandono de la cuadra a las diez de la mañana de un día entre semana. Nadie jugaba. No había ningún ruido, la casa estaba quieta. Y el azul del cielo con sus ángeles flotantes de algodón nos regaló un instante para siempre.

Recuerdo un viaje en tren por una llanura infinita en Indiana, llena de nieve. Brillante, fría, solitaria. Eterna. Decenas de kilómetros blanqueados, sin vida. Era como trasegar en la nada. Como si fuera un adiós o fuera un olvido. Árboles desnudos sobreviviendo al perro negro de la depresión que nos traía el invierno. Y esa casa triangular con chimenea, igual a la de las postales de diciembre. Y la vimos pasar. Y se quedó también allá en el recuerdo.
 
Nuestros inolvidables pueden ser también cosas, los primeros juguetes. Ese carro rojo de llantas negras que creíamos dominar a nuestro antojo, remontando largas y tenebrosas carreteras que bordeaban un abismo que estaba en el patio de la casa. Ese carro nos hacía dueños del mundo en miniatura del que éramos soberanos. Pero también podría ser la pileta del parque, allá donde saltábamos, hacíamos los primeros ejercicios y teníamos las primeras caídas. Ya lo decía Nietzsche: madurez del varón significa recuperar la seriedad que de niños teníamos al jugar.
 
Y si son personas, hay tanto qué decir. Son los más entrañables. Los primeros compañeros del colegio, la profe que garabateó las letras en el tablero. El viejo anciano de la Academia de Historia que nos regaló los primeros libros propios –míos, no de la familia—y que murió centenario, pero todavía con ilusiones. El primer ladrón que vimos, el primer muerto en el cajón (que era un niño) como si aún estuviera dormido. Y así.
 
Hay momentos que jamás se olvidan. La primera vez en el estadio; la primera caída del árbol. El barco que navegaba ausente en el horizonte cuando el mar nos sorprendió a través de la ventana. La ceniza del volcán sobre la claraboya. El imán que sacaba todos los clavos. Las primeras imágenes de la televisión a color. Eso no se borra jamás.
 
Obviamente, un rincón propio tienen los viejos amores. Ese que nos ilusionó, el primero que nos quebró el corazón. Esa mujer que todo lo fue –la vida, la muerte, la ilusión, la felicidad, la inmensidad del gozo—y después no fue nada, o casi nada: nada más que un recuerdo. Esos amores inolvidables están siempre ahí, en el borde de la memoria.
 
Somos lo que fuimos. Somos lo que hemos sido. Y quizás lo seguiremos siendo. A lo mejor, somos también ese recuerdo de lo que fuimos: un tiempo feliz, una paz inmensa. Todo eso existió: y allí estuvimos.
 
 

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