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Me recosté en la yerba para escuchar los sonidos del mundo, que no los del fin del mundo, aunque cada vez está más cerca. Me sentí a placer en el campo y gocé de sus privilegios. La cercanía con la naturaleza nos llena de paz y nos acerca a nuestro ser, a nuestro verdadero y más profundo ser sutil. La Tierra, la tierra, la Madre Tierra, la Pachamama en la lengua quechua de los incas no nos pertenece, como pensamos: nosotros hacemos parte de ella y le pertenecemos.

Al llegar al mundo rural comenzamos a respirar un aire más puro y oxigenado. Nos alejamos de la insalubre polución de las grandes ciudades. Se nos clarifica el humor, la sangre y la salud física y mental. El compartir con campesinos nos vuelve más transparentes y menos prevenidos, nos regresa a las relaciones más fluidas y desinteresadas de la niñez. Estar cerca de la montaña y de la gente del campo es una fiesta de la vida, a veces agreste, a veces apacible: siempre purificada y purificante.

En la campiña cambiamos el ruido estridente de los carros y los vecinos de la ciudad por el sonido musical del trinar de los pájaros, el cantar de las cigarras, el croar de las ranas, el graznido de los patos, el cuchichiar de la perdiz, el gorjeo del cuclillo, el cacareo de la codorniz o la gallina, el serpentear de los ríos y la danza de los árboles. El viento que sopla en el monte parece un eco producido por la más dulce flauta tocada por el Universo.

Me acosté en el césped para percibir en la piel la vibración primigenia y cósmica de la naturaleza. Una bandada de pájaros trazó en el firmamento el efluvio de su eufónico gorjeo, mientras a lo lejos la Vía Láctea se derramaba sobre la bóveda celeste.

Experimenté el "Despertar de alegres sentimientos con la llegada al campo", andante en una “escena junto al arroyo”. Allegro disfruté de una “Animada reunión de campesinos”. También allegro, aunque con algo de estremecimiento, puedo decir que me regocijé con los "Relámpagos” de una “Tormenta". Al final, mi corazón, allegretto, gozó de “Alegría y sentimientos de agradecimiento después de la tormenta”. Era una suerte de “Himno de los pastores”.

Un comedido brío de dos acordes en fa mayor, tras unos breves compases deslumbrantes, hicieron que retornara de la prodigiosa ensoñación. El feliz paseo al campo finalizaba después de un sugestivo pasaje a manera de plegaria. El viaje había sido posible gracias a la pulcra interpretación de la Orquesta Filarmónica de Bogotá, bajo la batuta del maestro Felipe Aguirre, de la Sexta Sinfonía de Beethoven (“Pastoral”). De repente estaba solazado en el también idílico paisaje del Teatro Mayor Julio Mario Santo Domingo.

El viaje había comenzado con el allegro ma non troppo del primer movimiento, y continuó de forma conmovedora con el andante molto mosso del segundo, junto al arroyo, en el que la flauta, el clarinete y el oboe representaban el canto del ruiseñor, el cuclillo y la codorniz. Esta fabulosa Sinfonía No. 6 en fa mayor (Op. 68), llamada "Pastoral" por el mismo Beethoven, se encuentra a medio camino histórico, estético y paisajístico entre las luminosas “Cuatro estaciones” de Vivaldi y los poemas sinfónicos de Liszt.

Siempre hay que volver al campo, a la naturaleza, a la Pachamama, a la Madre Tierra, y cuando no se pueda físicamente tenemos la opción de transportarnos a través de la “Pastoral” de Beethoven, un portento de música descriptiva o programática. La Arcadia perdida, la utopía de una vida feliz, el paraíso terrenal, la quimera de un ambiente bucólico estarán allí, esperándonos.

Fuente

Sistema Integrado Digital

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