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Angola: así se llamaba el pequeño pueblo de no más de cuatro mil habitantes en el que pasé un tiempo largo tratando de respirar un mejor aire, aprender inglés y vivir un poco del tan publicitado estilo de vida norteamericano. Era un sitio pacífico, de gentes nobles y sencillas, que iban al trabajo, cumplían su horario, se divertían los fines de semana y acudían a la iglesia los domingos sin mayores pretensiones. Pero, en cierta medida, estaban confinados.

A esa conclusión he llegado estos días cuando estamos cumpliendo ya casi un año de la llegada del coronavirus a nuestra tierra. Un año no es nada, es verdad, pero nos ha servido para sacar algunas conclusiones y para cambiar algunas cosas, hábitos y rutinas que, parece, se van a quedar para siempre.

Me explico. En Angola, pueblo de Indiana, en el midwest, la tierra de los Pacers, el gran equipo que liderado por Reggie Miller quiso siempre desafiar, sin éxito, a los Bulls de Chicago, el mítico de Michael Jordan y Scottie Pipen, pocas personas habían salido más allá de los límites obvios y circunstanciales de la existencia y los deberes. Conocí angoleños que, viviendo a tan solo tres horas de Indianápolis, ni siquiera se habían tomado la molestia de ir hasta allí. Quizás no les interesaba salir de su casa, de su finca, quizás se preguntaban para qué, por qué ir por allá, con tantos carros y tanta gente y tanto afán, si en su territorio lo tenían todo.

Alguna vez le pregunté a alguien en la lavandería del conjunto en el que vivía si había ido a New York, si no le interesaría hacer ese trayecto de veintidós horas en el bus de la GreyHound o de un poco menos si tomaba el Amtrak desde Chicago, que no era un tren de alta velocidad, pero sí relativamente cómodo y agradable. “No –me respondió-. Aquí estoy bien. Soy feliz aquí”.

No eran pocos, jóvenes que atendían en Blockbuster o en MacDonalds o en Best Buy, que terminaban el bachillerato y se enrolaban prontamente en el mundo del trabajo, estaban bien allí, se sentían cómodos, estaban acostumbrados a una vida apacible que les confería lo básico para subsistir sin mayores apremios, pero también sin mayores aspiraciones.

Era inevitable caer en la tentación de esa quietud y esa suerte de resignación consentida, lo sé. Podría parecer una versión de la fascinación bucólica, que suele exaltar o magnificar las bondades de la vida en el campo. Hoy, cuando han transcurrido veinticinco años de esa experiencia, me pregunto si ese tipo de vida no estaba más preparado, más encaminado, hacia el confinamiento. Incluso hacia el confinamiento voluntario, que podría ser una solución para los retos de nuestro tiempo.

A veces, cuando recuerdo esos días y miro los de hoy, encerrado en una casa o apartamento para evitar el contagio, pienso en que la vida confinada no es tan sacrílega como se piensa, ni tan espantosa como la veíamos al comienzo. Si uno lo tiene todo en la casa, si encuentra lo fundamental para una existencia sencilla y segura, no es tan escabroso ni tan loco ni tan desorbitado. En esas circunstancias, pueden pasar los días y uno no se da cuenta. Y puede ser feliz con ello.

Cada quién vive sus propias experiencias, dos personas pueden estar en el mismo sitio, a la misma hora y en la misma circunstancia y, a la vez, extraer vivencias diferentes e incluso contrarias: así somos, totalmente distintos, individuales, únicos.

Habrá quienes no resistan mucho más tiempo sin salir; habrá otros que, en cambio, no querrán volver a salir. Habrá otros que en estos días descubrieron que salir era algo sobrevalorado, que lo subvalorado estaba en la casa, el libro, la conversación, la cocina familiar, la sensación de cálida seguridad al lado de una chimenea crepitante.

Uno puede hacerse un mundo entero e inmenso en el baño de la casa. Salir del cuarto a la sala, caminar de la sala a la cocina, pueden ser experiencias vibrantes, precisamente porque el hallazgo de lo nuevo que hay en la rutina es uno de los grandes descubrimientos del hombre que reconoce que cada día es nuevo, que todo lo hacemos siempre por primera vez. Pero también por última vez.

Así que creo que en nuestra vida podemos sobrellevar pequeños confinamientos sin hacer de ello demasiado alarde. ¿Cuántos no regresaron a su pueblo, del que salieron hace muchos años y al que no creían que iban a volver? ¿Cuántos de esos que volvieron al pueblo, ahora ya no quieren regresar? Ciudades y pueblos son distintos, obviamente, y ahora no vamos a satanizar la extraordinaria existencia que significa la ciudad. Pero no era para tanto.

Podemos vivir en sitios pequeños, incluso con mejor calidad. Podemos resistir esos pequeños confinamientos, incluso con mayor ilusión. A un año de la pandemia por estos lares, esa es mi pequeña conclusión.

Fuente

RCN Radio

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