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El sábado de la semana pasada llegué a la zona de La Caro, al norte de Bogotá, a las 4: 40 de la tarde, procedente de Boyacá, y a la Calle 100 con Autopista lo hice a las 7:00 de la noche, más de dos horas después. El domingo pasado, salí de Cajicá a las 7: 50 de la noche y a la misma dirección de la Calle 100 llegué a las 9:40 de la noche, casi dos horas después. ¡Qué horror! ¿Qué pasó? Nunca lo supe, y creo que nadie lo supo. Nadie.

Ni siquiera Waze pudo reportar si había accidentes, varados, construcciones o retenes. Nada, no pasaba nada. Avanzando a ritmo de tortuga, los conductores tuvimos que soportar el famoso trancón, pacientemente. Esa cantidad de tiempo perdido —calidad de vida aniquilada— sirvió no obstante para hacerme varias preguntas sobre lo que le pasa a Bogotá. Pero me temo que muchas no tienen respuesta o si la tienen son las mismas de siempre.

Confieso, eso sí, que en algún momento me sentí como Cortázar en su libro Los autonautas en la cosmopista, un relato maravilloso que resume las peripecias del autor argentino con su mujer Carol Dunlop durante un viaje entre París y Marsella. Lo que más me divirtió de ese texto fue la comparación de ese viaje con los que hicieron Cristóbal Colón o Marco Polo. Y sí, no pude evitar las comparaciones: viajar por Bogotá es toda una misión para un conquistador, una travesía, una aventura de la que usted puede salir vivo o no, y que requiere valentía y mucha, mucha paciencia.

Es muy difícil escribir acerca de los problemas de Bogotá sin caer en el lugar común, que a veces es el panfleto o la arenga disonante. Por eso prefiero hacerlo desde el sentimiento de un foráneo que se considera bogotano como el que más, y que por eso mismo sufre y llora ante esta lamentable decadencia de ciudad.

Bogotá, esa ciudad vibrante que al que llega lo recibe con un pan sobre la mesa, que lo acoge y cobija como una vieja matrona, que sobrevive a pesar de sus achaques y sus enfermedades, y sus dolores de corazón y de alma, es hoy por hoy un ser amilanado que parece morir lentamente y sin cuidados paliativos.

Basta con subirse a TransMilenio para verificar que lo que pudo haber sido no fue. Hace casi veinte años nos vendieron la historia de un sistema masivo que acabaría con el ruido y la incomodidad en los buses, con las ventas ambulantes, con la inseguridad y el desgreño en el transporte público. Lo que hay hoy es otra cosa: buses repletos, desvencijados, vendedores ambulantes en cada vagón, con aparatos de sonido a todo volumen, agresivos, historias a granel contadas por sus protagonistas, unas reales y otras de evidente fantasía, y los ladrones en la mitad, cosquilleando al despistado que no se sabe proteger mientras cuelga como un mono de la varilla del techo.

Lo que más sorprende es que desde el propio TransMilenio, colgado como uno va en el bus, alcanza a ver, con sorpresa, cómo simultáneamente avanzan por algunas calles unos fantasmales buses azules a los que llaman SITP y que van ¡vacíos!, sin Dios ni ley, a los que la gente conoce de oídos, y que solo se llenan en determinadas rutas y a determinadas horas. Uno no entiende. ¿Dónde están los planificadores? ¿Dónde los tales expertos en ciudad? ¿O será que no hay remedio para semejante enfermedad?

Además, varias veces nos han dicho —y con qué tonito—que el remedio es la bicicleta. Pero, salvo los domingos en ciclovía y en determinados sectores, ¿quién diablos se monta en bicicleta sin el temor de que lo vayan a atracar? ¿Quién se echa al agua sin el miedo que produce andar por esta ciudad plagada de ladrones? Caminar es una buena opción, pero no para largas distancias porque se corren los mismos riesgos, que lo atraquen o —qué paradoja— que lo atropellen los ciclistas. 

Y tampoco es que sea muy agradable andar a pie, pues las ventas ambulantes ya dominan los andenes y las baldosas flotantes los convierten en un peligro para la salud. Es verdad: a veces, la ciudad parece el vecindario del Chavo del Ocho.

Yo quisiera creer que este caos es transitorio y que pronto llegará la madrugada, o sea, la luz, pero nada. Al contrario. Solo se oyen destempladas declaraciones, erráticas, desesperadas. Y lo peor: el reinado del caos ahonda la incredulidad de la gente y lleva al retroceso de la cultura ciudadana. Como en los viejos tiempos, los problemas de la gente se solucionan a las buenas o a las malas, sin mediar razón.

¿Por qué y cómo llegamos a este punto? ¿Quiénes son los responsables del desastre? La maña es culparse unos a otros, bien sea desde los balcones de la Alcaldía o desde la silla de una bicicleta, pero lo cierto es que estamos en uno de los momentos más críticos de la ciudad. Y eso que solo hablé de uno de sus problemas. Cómo sería si tocáramos los más graves...

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