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En estos días me he estado preguntado qué será de la vida del émulo de Juan Gabriel. Lo vi apenas unos meses antes de que comenzara la pandemia, en un lugar nocturno del norte bogotano, a donde fuimos con un grupo de amigos para una celebración.

Subió al escenario, cantó unas tres o cuatro canciones como máximo y luego se fue. Su voz ciertamente era muy parecida a la de la estrella desaparecida en agosto de 2016. Me imagino que, por unos instantes, fugaces pero delirantes, alcanzó a sentir algo de su fama, en una especie de disfrute de gloria ajena que le está reservada a quienes viven la vida de los otros.

Lo mismo pasó con una señora un poco mayor, que a veces cojeaba y quien imitaba a Paquita la del Barrio. También alcanzó la gloria fugaz, gloria de bar y trago, después de haber cantado Rata de dos patas, el éxito de la original que muchos corean a rabiar cuando se la quieren dedicar a alguien que no necesariamente es de la familia.

Después de unas cuantas canciones, bajó aparatosamente del proscenio y recibió un apretón de manos de un admirador de ocasión que quedó convencido que sí creía que en efecto ella era Paquita y que su interpretación merecía un bravo. Poco después, en el anonimato, se perdió entre la bruma y no volvió a aparecer.

Luego subieron los integrantes de una orquesta tropical que cantaron los éxitos del momento, con más o menos suceso. Bailarines relativamente acompasados que vivían su representación como parte de su forma de ganarse la vida. ¿Qué será de ellos? ¿Y de los meseros que entre tonada y tonada sirven botellas y picadas? ¿Y de los barmen, con sus cocteles y sus limonadas?

Son muchos los artistas que viven así, a destajo, cantando cuatro o cinco canciones de bar en bar hasta que los pesca el primer rayo de la mañana. Sucede en muchos bares, del norte o del sur. En Bogotá y en todo el país y en el mundo entero. Son aquellos que ofrecen música en vivo como parte de la multimillonaria oferta de irse de marcha, de salir a entretenerse y disfrutar.

¿En qué andarán ahora? ¿A quién estarán cantando cuando todos los bares están cerrados? La verdad es que desde los más encumbrados hasta los más humildes y anónimos la están pasando mal. Sin ir más lejos, Miguel Bosé le confesaba estos días a Jordi Évole, el periodista español de moda, que la plata no alcanzaba porque los cantantes básicamente viven de sus conciertos. Los que tenían caja han sobrellevado con dignidad el asunto. Los demás, la inmensa mayoría, siguen sentados a la espera de que vuelvan a encenderse los reflectores del escenario.

¿En qué andarán los grandes cantantes de ópera, por ejemplo? ¿Cómo la estarán viviendo? ¿Cómo la llevarán pianistas, saxofonistas, grupos de cámara, tunas? ¿Qué estarán haciendo los actores de los grandes grupos de teatro que se negaron, por dignidad, a pasar a la televisión, que defienden férreamente a las tablas como madre nutricia de las artes escénicas?

Una protesta de artistas y trabajadores del entretenimiento, realizada hace unos días en Bogotá, recordó lo mal que artistas como Juan Gabriel o Paquita la del Barrio, la nuestra, la criolla, la están pasando por estos días. Su trabajo no es permanente, se da de vez en cuando, sin contrato ni prestaciones, y no es necesario ser arúspice para leer entre las tripas de esta tragedia y adivinar que están pasando aceite: que están pasando hambre.

Uno de los voceros de la protesta dijo que ya tres de sus compañeros se han suicidado, porque no tenían qué comer, porque estaban desesperados o porque habían caído en la depresión tras una debacle que no tiene solución en el corto plazo. Con los sitios cerrados, no hay escenarios; sin escenarios no hay show. En este caso, la tragedia de la pandemia no ha permitido decir, tranquilamente, como se dice cuando la muerte suele abrazar al intérprete en la platea, que “el show debe seguir”.

Acá el show no ha podido seguir porque todas las aristas del entretenimiento han estado clausuradas. El escaso arte popular se ha volcado a las calles, a las esquinas, pero la desconfianza y el cansancio parecer ser los peores enemigos. En el semáforo, pocos quieren bajar las ventanas para soltar unas monedas: el contagio acecha, la inseguridad campea, la sospecha y el descrédito salen a relucir.

Todos los días, cuadras y cuadras de distintas zonas de la ciudad reciben a artistas, cantantes de viejos grupos de serenateros, tríos, conjuntos de mariachis, vallenatos, solistas, hasta coros infantiles. Cada uno de ellos trata de ganarse la atención de alguien que se asome a la ventana y les regale unas monedas. En algunas partes he visto que les dan comida, bolsas de arroz o de lentejas. Me pregunto si los ciudadanos del común somos conscientes de lo demoledor de este panorama para la cultura. Muchos de nuestros artistas están pidiendo limosna, así de simple.

Los gestores culturales tienen en sus manos las respuestas a inquietudes tan importantes como saber cuál será el efecto de este momento de la historia en el mundo de las artes. ¿Volveremos algún día a escuchar los atronadores aplausos en los grandes teatros? O las famosas representaciones virtuales serán ahora el camino ante la desidia de mucha gente que no quiere volver a salir. No sé. El impacto final, la gran transformación solo la sabremos con el tiempo cuando un día todo esto pase y volvamos a abrir los ojos. Pero lo que veremos, será diferente, sin duda.

Fuente

RCN Radio

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