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Se termina el 2021, pero no la pandemia. El covid-19 sigue condicionando nuestra vida y rondando nuestras narices, así algunos piensen que no. El ómicron es la más reciente mutación del bicho, que resultó bien inteligente, mucho más que, por ejemplo, los congresistas y políticos colombianos. De cara al futuro, ojalá alcance el alfabeto griego para nombrar las cepas que vendrán.

Ya son casi dos años de peste: en Colombia más de cinco millones de infectados, cerca de 130.000 muertos y más de 60 millones de vacunas aplicadas. En el mundo la cifra supera los cinco millones de fallecidos, los 271 millones de personas contaminadas y los 8.470 millones de vacunas aplicadas.

El balance no es muy alentador, sobre todo para aquellos que perdieron a familiares y seres queridos, que se enfermaron gravemente y sufren las secuelas, que se quedaron sin trabajo, que quebraron en sus empresas y negocios, que sufren problemas emocionales y mentales derivados o agravados por la plaga. Dichosos los que podemos contar, con todos sus sinsabores y angustias, esta historia de suspenso y terror, de realidad disruptiva.

Algunos son escépticos en relación con los beneficios de la vacuna. Otros tienen prejuicios de toda índole. Los de las tesis conspirativas creen que éste es un escenario apocalíptico y maquiavélico inventado por mentes perversas para dominar o, peor aún, para destruir a la humanidad. También existen los que la rechazan por infundadas creencias religiosas. No faltan tampoco los fanáticos enemigos de la ciencia y de la vacuna.

Aunque no hay certezas plenas sobre los alcances preventivos de la vacuna, yo sí creo en la ciencia y en el método científico. Pese al universo insólito y surrealista que la pandemia entraña, como hemos podido ver y padecer, me cuesta trabajo pensar en que esta atmósfera dantesca ha sido urdida por una red planetaria de conspiradores que se quiere apoderar de nuestra conciencia y libre albedrío. Una mafia integrada por corporaciones, gobernantes, instituciones multinacionales, papas, médicos, epidemiólogos, científicos, centros de investigación, laboratorios, medios de comunicación y periodistas de dudosa ética y moral, quizás influenciados por marcianos, humanoides, alienígenas o seres mutantes.

Y como si de suyo esto no fuera demasiado, se nos viene el 2022 con otra peste: la de las elecciones, plagadas de politiqueros corruptos, inmorales, mendaces y estultos. No me refiero a la peste de las elecciones, que son un mecanismo legítimo y democrático de la política universal, sino a muchos de sus protagonistas. Y esta epidemia también mata. Y también infecta a la sociedad colombiana. Y lo peor es que no se ha descubierto una vacuna contra este padecimiento.

Pero sigamos hablando de cosas serias como la pandemia, cuyas consecuencias futuras siguen siendo inciertas. ¿Nos volveremos a abrazar sin temor al ómicron, la nueva variante del microbio? ¿Volveremos a reunirnos tranquilamente y sin tapabocas sin el pánico que aún nos produce el coronavirus? ¿Cuándo lo podremos hacer? Nadie lo sabe. Un país ahíto de odio, violencia y rencores necesita con urgencia, desde lo individual y hasta lo colectivo, de espacios propicios para expresar sus afectos, sus sentimientos, sus emociones. El abrazo es sanador. La cercanía fraternal y solidaria del otro, del prójimo –próximo-, es necesaria para la salud mental y para una convivencia pacífica e inspiradora. Entre otras cosas, el hombre es un ser social. El covid-19 ha venido a alterar esta condición fundamental del ser humano; y otras.

A sabiendas de que no es milagrosa ni la panacea para luchar contra el virus, ya me puse la tercera dosis de la vacuna, que por cierto me dio muy duro. Confío en que su espectro inmunitario contribuya a contrarrestar la posibilidad de un contagio o a minimizar los efectos adversos de una infección. Vacunarse es una necesidad, un deber y un imperativo moral de salud pública. Parafraseando al filósofo, escritor y pedagogo francés Jean-Jacques Rousseau, mi libertad llega hasta donde empieza la del otro, la de mi vecino. Yo puedo decidir sobre mi salud y mi vida, pero no sobre las de los demás. El hecho de que todos estemos vacunados o, al menos, la gran mayoría coadyuva a alcanzar la tan famosa y anhelada inmunidad de rebaño.

Conozco y quiero mucho a varias personas que no se han vacunado. Respeto su decisión, pero no la comparto, y los insto de nuevo a que se vacunen. Tenía amigos que murieron por no haberse vacunado, y no deseo que corran la misma suerte. En cambio, no conozco a ninguno que se haya muerto por ponerse la vacuna, o enfermado de manera grave más allá del par de días que algunos hemos tenido que soportar sus efectos colaterales.

En fin, otro año inaudito de pandemia, que parece no tener fin. Otro año de este universo paralelo, de esta dimensión desconocida. Se nos vino de frente un año nuevo con toda la incertidumbre de la peste a cuestas. Ojalá hayamos aprendido la lección que nos está dando la vida. De eso depende que subsistamos como especie y civilización. Hay indicios y actitudes que parecieran demostrarnos que no hemos aprendido nada. Pero, como soy obstinado, no pierdo la esperanza. No me queda más remedio.
 

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