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No estoy seguro de que la palabra ya esté aceptada por los académicos, pero lo cierto es que existe y es una realidad. Es más, he sabido que en colegios el asunto es tratado con seriedad y que el jefe de psicología suele atender con frecuencia este tipo de fobia, que se une a la ya larga lista de  padecimientos de nuestro tiempo.

La bibliofobia no es una fobia rara como la famosa xantofobia –miedo al color amarillo—o la turofobia –miedo al queso—o la crematofobia –miedo irracional al dinero. Es un trastorno de ansiedad que hace que quien lo padece les tenga miedo a los libros y a la lectura.

Los que estudian el tema dicen que la niñez es clave para que se desarrolle este trastorno. Un niño que, por ejemplo, tiene problemas de lecto-escritura y que es ridiculizado en el aula cuando le toca leer en voz alta puede desarrollar bibliofobia.

Adicionalmente, se menciona que este trastorno se puede desarrollar como consecuencia del ambiente en el que se desenvuelve la persona y hay otros teóricos que señalan que hay un componente genético en el asunto. Más allá de esos pareceres, la bibliofobia genera ansiedad, sudoración y, en términos generales, aversión a la lectura y a los libros.

No soy científico ni psicólogo, pero sí me gusta observar. He visto a personas que al pasar por la vidriera de una librería se sobresaltan y la evitan y cambian el paso con tal de no tener contacto con lo que hay allí detrás. Hay otras que la sola presencia en una biblioteca les genera ansiedad, mucho más cuando alguien las acompaña y les pregunta si ya leyeron el último libro de determinado autor renombrado.

Cuando estoy en compañía de varias personas, o un acto público, o en una misa, por ejemplo, me encanta estar pendiente de cómo la  gente lee un texto, una proclama o un discurso. Y aterra ver qué mal leen muchos de ellos, especialmente jóvenes sin miopía ni gafas de presbicia, como si por primera vez vieran una determinada palabra que para otros puede ser común. ¿Será bibliofóbica esa situación?

En términos generales, a priori observo que hay demasiada sacralización de la lectura y una liturgia muy sofisticada que hace que muchos niños o jóvenes se acerquen a un libro y lo deleiten: por ejemplo, la figura misma de la biblioteca intimida un poco, mucho más si está llena de libros que el dueño no ha leído y ni siquiera ha destapado. Claro, no es un pecado ni un delito, muchos tienen los libros como adorno y eso nadie lo puede criticar.

Los libros y las bibliotecas deberían ser enseñados, mostrados, como un deleite, un goce, un placer, el sinónimo que sea. Que abrir un libro, olerlo, acariciarlo, leerlo –si es bueno—es uno de los grandes acontecimientos para el alma humana. Y eso pasa por enseñar que a través de los libros se vive, se viaja y el ser humano puede ser feliz. La lectura es una de las máximas expresiones de la felicidad, tan escasa a veces en nuestras vidas.

Alguna vez conocí a un arquitecto muy talentoso que nunca había salido del país. Pero podía explicar con detalle, precisión y entusiasmo las maravillas de una ciudad como Barcelona. Sabía o parecía conocer sus mejores rincones, lugares insólitos, calles únicas. Todo lo sabía porque amaba la lectura, en este caso la lectura sobre la ciudad que amaba.

Y a través de una buena lectura uno puede conocer y viajar por mundos imaginados, como el que creó García Márquez con Macondo, o Álvaro Mutis con Maqroll el viajero. Gracias a lo contado en la Biblia, mucha gente cree que Dios creó el mundo en siete días y que Matusalén tenía novecientos sesenta y nueve años al momento de morir.

Y hay autores tan talentosos que son capaces de permitirle a uno oler y saborear perfumes y apetitosos platos, como Patrick Süskind o Laura Esquivel en “El perfume” y “Como agua para chocolate”. O quienes nos han dejado conocer El corazón de las tinieblas –Joseph Conrad—o el corazón de la selva, como José Eustacio Rivera en “La vorágine”.

Leer es viajar, vivir, conocer, llorar, reir, gozar. La bibliofobia puede ser tratada como una ansiedad que no se justifica, porque lo odiado es algo que no debe producir miedo, ni angustia, ni tristeza. Los libros no muerden, no regañan, no golpean a nadie. Por eso, hagamos que quien la padece la supere con una invitación a leer un buen libro. Le puede cambiar la vida.

Fuente

RCN Radio

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