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Ahora que trabajo en casa la mayor parte del tiempo sigo madrugando, pero la jornada se cumple desde la tranquilidad de mi comedor que fue acondicionado para tener todos los elementos necesarios que facilitaran mi labor. Y, justo allí, hay un balcón que me permite disfrutar de cosas tan hermosas como los colores del amanecer, cada día distintos, únicos e irrepetibles.

Pero ese balcón al que me asomo muchas veces al día y ahora también con frecuencia por las noches, me ha brindado muchas otras sensaciones como la del silencio casi que absoluto. Abajo, las zonas comunes están cerradas entre muchas otras medidas adoptadas por el aislamiento obligatorio. Los juegos están vacíos, lo mismo que las zonas verdes y las zonas habilitadas para deportes como baloncesto y fútbol.

No hay niños. Todos están en casa guardados, en clases virtuales o haciendo tareas, ayudando de pronto en labores domésticas y, claro, muy seguramente en juegos virtuales. Pero afuera los espacios se volvieron más inmensos que siempre por culpa de su ausencia.

Y lo mismo ocurre cuando, cumpliendo con las reglas establecidas para la cuarentena, hay que salir a la calle para ir al supermercado, a la farmacia o a la tienda y en los trayectos otra vez se siente la falta de los niños. En los parques y por las aceras hay adultos, gente joven la mayoría de las veces, algunos paseando las mascotas con sus 20 minutos reglamentarios que les fueron permitidos, pero tampoco se ven los niños corriendo, gritando, derrochando energía. El silencio persiste.

Claro, también se escucha el silencio que aumenta porque disminuyeron los vehículos en las grandes avenidas y en las rutas del transporte público. Pocos carros particulares, pocos buses, pocos taxis y menos contaminación del aire y auditiva. ¡Eso es bueno! Pero la falta de esos chiquitines no lo es.

Ya de un tiempo para acá, de unos 20 años hacia acá, las nuevas generaciones empezaron a identificarse por su deseo de no traer hijos al mundo, por múltiples razones. Porque las parejas quieren darse más tiempo para ellos mismos o porque quieren terminar sus carreras, trabajar y disfrutar de la vida antes de ser padres.

Otros argumentan que porque quieren viajar, conocer otras culturas, otros países. O porque sienten miedo de no ser capaces de educar como es debido a los hijos; incluso porque creen que este planeta está tan mal que no quieren darle vida a más personas para que tengan que enfrentar futuros inciertos en un mundo hostil y en franca e irreversible descomposición.

Las cifras oficiales de los últimos censos así lo corroboran. Cada vez hay más personas mayores de 70 años y menos niños naciendo en los hogares.  De hecho, hay muchos más hogares unipersonales y más guarderías, colegios y peluquerías para mascotas.

Esta pandemia nos está dejando muchas enseñanzas, pero también muchas reflexiones y nos está mostrando realidades mucho más evidentes que antes de que se esparciera el virus por la faz de la tierra. Una de esas reflexiones es justamente la de ¿cómo sería este mundo sin los niños?

Seguirán llegando, por ahora.  Pero seguirá la tendencia de cada vez menos nacimientos y crecerán las cifras de adultos sin hijos, sin sobrinos, sin ahijados y sin nietos. Y el mundo se irá volviendo cada vez más viejo, más frio, más triste.

Ojalá la reflexión sirva para recodar que los extremos no son buenos. Que no es engendrar hijos sin ningún control pero tampoco negar la posibilidad de darle al mundo seres que sean capaces de dirigirlo, cuidarlo y merecerlo. Hay que engendrar  las nuevas generaciones y hacerlo con responsabilidad, con amor, con planeación pero la vida no se puede acabar porque sí.

Vendrán cambios, muchos cambios y la humanidad será distinta después de la pandemia pero seguirá existiendo y los que lleguen a ocupar la Tierra tendrán las capacidades y herramientas necesarias para sobrevivir y hacerlo dignamente. Pero hay que darles la oportunidad de hacerlo.

Fuente

RCN Radio

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