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¡Saluda a tu amiguito! Cuántas veces en la infancia escuchamos esa orden, cuántas veces la obedecimos, cuántas veces la creímos. Sobre todo porque esa palabra, amiguito, era mágica, servía para derribar barreras, despejar temores, iniciar relaciones, aprender a compartir.

Cuando uno tenía amiguitos en el colegio ya hacía parte de un conjunto, de una sociedad, una idea. Ya no estaba solo, empezaba a desprenderse de la total dependencia de los padres y el mundo se abría entero de colores.

En mi caso, la primera noción de amiguito la tuve cuando conocí el mar. En Santa Marta conocí en la playa a otro niño, un poco mayor que yo, de unos 8 años tal vez, que nadaba como un pez; era ágil, travieso, arriesgado. Le faltaba un ojo y era mono, y él me hizo perder el miedo a las olas y se arrojó conmigo a ese abismo de cincuenta centímetros que tanto temor producía desde la orilla: entrar por primera vez al mar es uno de los grandes misterios de la educación sentimental del hombre. El mar es inmensidad, eternidad, fantasía, asombro. Es incertidumbre. Qué mejor que descubrirlo al lado de un cómplice que lo cabalga y lo domina.

Con los años, hacer amigos empezaba a convertirse en un reto, también en una misión. O eras de los duros, o eras de los perdedores, o eras de los aislados. Yo me quedé en ese último grupo. El de los que no encajaban. Los que salían corriendo, evitaban los conflictos y temían a los perros. No ganaban nada, no eran especiales, y querían estar tranquilos. Solos pero tranquilos. Esa tendencia, como una compulsión, marcaba un camino tortuoso. Con frecuencia chocabas con los demás y tu destino final, en el curso, en la profesión, en la vida, era el anonimato.

Más grandes, ya mayorcitos, y luego adultos del todo, los acontecimientos de la existencia humana fueron aclarando las cosas y aportando las definiciones. La sorpresa de sentirse traicionado por un amigo –o de traicionarlo—quizás sin intención, fue decantándose por comprensión, tolerancia, mirada periférica y valoración de las circunstancias. Porque el tiempo, que en la infancia era eterno, en la adultez empieza a correr sin reservas y a ajustar las cargas.

Una de ellas, por ejemplo, es la sobrevaloración del concepto de amistad. Confundirla con compinchería, con falsa complicidad, con pactos a muerte que en realidad son anhelos ya distantes, y que tienen la vocación de acabarse en un santiamén. Basta un soplo de conciencia repentina para darse cuenta de que lo que se creía era una amistad era más bien un juego perverso de intereses. Suele pasar. Es más, pasa muy seguido: hay amigos que te enseñan a que conozcas la palabra enemigo.

Creíamos en amistades del alma que en verdad eran banales, vacías, mediadas por pareceres más o menos similares pero desteñidos a tiempo. Pensábamos en que esos lazos eran inquebrantables, pero al primer acto de sinceridad –el único, el espontáneo, como un relámpago—se rompían y jamás volvían a reconciliarse. En este punto la camaradería surgía como una opción: vives, compartes, te juntas de vez en cuando con unos amigos, pero después todos se van y las cosas vuelven a su cauce.

Hay amigos de crucero, te los encuentras en el mismo barco atravesando el mismo río, y compartes, y opinas y bailas y bebes y planeas y la compañía se siente bien. A los ocho días todos desembarcan, literalmente, de la vida de los otros, pero quedan para siempre en los recuerdos. Saber encajar en un momento que es finito y determinado también es una forma de amistad que te proporciona felicidad.

Otros amigos eran más bien compañeros, y está bien que así sea. Que así se hayan dado las cosas. Es una forma civilizada de sobrevivir. No hay mucho en entredicho, las precauciones son pocas y se reduce el peligro. Llevarse bien con todo el mundo es una opción de crear amigos de mentira con los que logras salir a flote. No estás desconfiando de nadie pero tampoco confías en alguno en particular.

En el largo camino de la vida te encuentras gente que se cree amiga pero son los conocidos de siempre. Aquellos con los que planeas un tinto que jamás se produce, o un almuerzo que jamás se concreta, como suele ocurrir en Bogotá. Pero también hacen parte de nuestra existencia y seguramente estarán ahí, si algo ocurre o algo se necesita. Pero nunca acudirías a ellos para pedirles un favor o consultarles un problema. 

La verdadera amistad de estrellas, la que te puede llevar a un infinito de hermandad, complicidad y felicidad, tiene otros requisitos, mediados por la confianza y la absoluta sinceridad, sin límites. La que te permite, por ejemplo, el privilegio de llorar

¿Y entonces? ¿Qué es un amigo?

Creo, a estas alturas, haber sacado algunas conclusiones. Amigo es aquel que se quedó cuando todos se fueron y ni siquiera preguntó por qué lo hicieron. El que sin verte ni hablarte, está siempre contigo; el que hace las preguntas sin juzgarte. El que te alaba porque te quiere y no porque espera algo de ti. El que te acompaña en el dolor. El que no pretende ser igual a ti ni tampoco que seas igual a él. El que lee bien los acontecimientos de la vida, y siempre te da la razón, porque sabes que así son las cosas y así las has querido. Un amigo es un escudero inquebrantable que te acompañará sin hablar hasta el día de tu muerte.

Suena ideal, pero todo lo anterior existe. Mis escasos amigos cumplen esos lineamientos. Son amigos de la vida real, no los amigos imaginados de Facebook. Mis amigos reales valen tanto como lo que más se adora. Mi amigo gay, que ha llorado por mí y daría la vida por salvarme. Mi compañero de estudios, de toda la vida, que siempre aguarda mi llamada y la contesta de inmediato así yo lleve años perdido y me responde como si hubiéramos hablado ayer. Y el amigo que te orienta y corrige, pero acepta lo que decidas. Los demás son amigos de la vida, que van en el mismo torrente y abrazan tus valores.

Hace mucho, cuando era adolescente, conocí a un profesor que fue un verdadero amigo en esa etapa de la vida. Un filósofo, ya fallecido, que me enseñó el famosos aforismo de Nietzsche sobre la amistad. Es quizás una de las exaltaciones más bellas que se han escrito sobre este sentimiento. A los amigos, a esos que saben que lo son de verdad, les recuerdo esas líneas tan profundas, cargadas de emoción, pero sin reproches:

"Éramos amigos, y nos hemos vuelto extraños el uno para el otro. Pero está bien que así sea, y no queremos callar ni escondernos cual si tuviéramos de qué avergonzarnos. Somos dos navíos, cada uno de los cuales tiene ruta y rumbo diferentes; podemos tal vez cruzarnos y celebrar juntos una fiesta como ya lo hicimos.

Estaban los navíos tan tranquilos en el mismo puerto, bañados por el mismo sol, que cualquiera creería que habían llegado a su destino y que tenían un destino común. Mas luego la fuerza omnipotente de nuestra misión nos separó, empujándonos por mares distintos, bajo otros rayos de sol, y acaso no volveremos a encontrarnos o quizás sí…

Pero no nos conoceremos, porque nos habrán transformado otros mares y otros soles.

Una ley superior a nosotros quiso que fuésemos extraños el uno al otro, y por eso nos debemos respeto y por eso quedará más santificado todavía el recuerdo de nuestra amistad pasada.

Existe probablemente una enorme curva invisible, una ruta estelar, donde nuestros senderos y nuestros destinos están inscritos como cortas etapas: elevémonos por encima de este pensamiento.

Pero nuestra vida es demasiado corta y nuestra vista sobrado flaca para que podamos ser más que amigos en el sentido de aquella elevada posibilidad. Por eso queremos creer en nuestra amistad de estrellas, aun en el caso de que fuésemos enemigos en la tierra.".

Fuente

RCN Radio

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