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Hablando con un amigo peruano que lleva radicado en Colombia hace ya casi diez años, me decía que si bien mi país lo había enamorado a tal punto que llegó por un trabajo de unos pocos días y decidió quedarse a vivir indefinidamente, le llamaba mucho la atención ver cómo en la mayoría de los casos sus habitantes éramos personas individualistas, que nos preocupábamos por nuestro entorno personal y nada más.

Yo le explicaba que, aunque tenía razón en parte, esa situación se presentaba en primer lugar porque la vida va tan rápido que escasamente nos queda tiempo para trabajar durante jornadas muy extenuantes. Pero que, además, incidían otros factores como la inseguridad, que nos hace desconfiar hasta de nuestra propia sombra; los problemas que nunca faltan y nos hace abstraernos de la cotidianidad para perdernos en nuestras propias cavilaciones y hasta una especie de apatía social que no nos deja ir un poco más allá en nuestras relaciones interpersonales.

Pero tiene razón, aunque en algunas regiones como la Costa Caribe, Antioquia o el Eje Cafetero la situación es radicalmente opuesta y sus habitantes son por el contrario, absolutamente cálidos, desprevenidos, receptivos y colaboradores, por decir lo menos.

Los costeños son alegres, despreocupados, rumberos y siempre están en una actitud de “cheveridad” que, de seguro, sus días y sus noches son un spa que les relaja tanto el cuerpo como el alma. Y qué decir de los paisas, como cariñosamente identificamos a los antioqueños, o los habitantes del  Eje Cafetero y que conforman Risaralda, Caldas y Quindío, con unos anfitriones cuya mayor preocupación es acoger a sus visitantes con absoluta generosidad pero donde también entre ellos se mantiene una relación de solidaridad y pertenencia que los hace únicos e irrepetibles.

De pronto tienen razón quienes aseguran que factores como el clima también hacen de estas zonas del país un mejor lugar para vivir y que la hospitalidad de sus habitantes se enmarca en una filosofía tan sencilla como la de “vive y deja vivir”. Pero lo cierto es que en otras zonas como el altiplano cundiboyacense, Nariño, Cauca y el particular caso de Bogotá, la gente es más reservada. ¿O podría ser más tímida o más indiferente? ¿O menos solidaria? Difícil establecerlo, salvo de manera especulativa y sin estadísticas confiables.

Tal vez no somos muy extrovertidos, tal vez en mi Bogotá del alma viven más personas de otras partes del país y del mundo que los “rolos” ni nos notamos; tal vez por esa misma razón, a esta ciudad no hay quien la cuide como debiera porque no hay quienes la vivan con verdadero sentimiento de pertenencia. Pero en Bogotá, Boyacá, Cauca, Nariño y todas las regiones donde no nos identifican como los más amables y amigueros, siempre hay una mano amiga que, aunque silenciosa, está dispuesta a ayudar a quien lo necesite y a hacer sentir bien al que llega sin rumbo y sin expectativas.

Otra cosa, y muy distinta, es que ese individualismo hace mucho más daño a nivel interno de cada región pues cada quien tira para su lado y poco o nada le interesa el bien común, que es lo que sí se evidencia en partes donde la ciudad o el departamento están por encima de la vanidad, el falso orgullo o las rencillas políticas de sus dirigentes y habitantes.

Y es en esas regiones donde uno ve cómo el progreso no se detiene: hay obras en desarrollo, las vías se terminan a tiempo, hay menos desempleo, más parques y sitios de esparcimiento. Porque a la hora de trabajar por la región, todos se unen en torno a un mismo objetivo y, una vez conseguido, lo cuidan y lo muestran al mundo con orgullo.

Yo sueño con que más temprano que tarde logremos que todo nuestro país toque la misma melodía. Que el desarrollo, la transparencia y las buenas prácticas se sintonicen en una misma y única frecuencia que permita a dirigentes y dirigidos mejorar su calidad de vida, elevar a instancias internacionales sus modelos de ejecución y participación y ganarse el reconocimiento de ser “el mejor vividero del mundo” o, al menos, de América Latina.

Fuente

RCN Radio

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