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Una forma de desahogo para las ciudadanías sin voz. Eso ha significado, a lo largo de la historia, el mecanismo del abucheo desde la plaza pública contra los líderes por parte de masas enfurecidas.


La manifestación del rechazo a través de los gritos y de las silbatinas no solo ha sido sinónimo de la libertad de expresión del descontento frente a un líder, sino también de la unidad que una comunidad es capaz de alcanzar. Desconocerlo rayaría con la absurdez.


De hecho los abucheos trascienden la arena política, siendo también frecuentes en eventos deportivos y musicales, así como en contextos de la propia cotidianidad, como el transporte público. En cualquier lugar del mundo, un chiflido o un abucheo es sinónimo de ofensa para su objetivo. 


En el curso de la campaña por la presidencia de Colombia, así como a lo largo de la historia del país, la mayoría de candidatos de todas las orillas han sido víctimas de silbidos y abucheos, interrumpiendo sus discursos e incluso siendo obligados a abandonar las tarimas. Pero el asunto ha cruzado una línea definitiva al perder su carácter espontáneo, convirtiéndose en un acto planeado por sus contrincantes con el fin único de sabotear.


Sin poner en duda el derecho indiscutible de los ciudadanos a abuchear a alguien, sí cabe poner en duda su efectividad y su capacidad de concretar transformaciones. Porque desde su propia definición, el abucheo consiste en un monólogo cerrado a la discusión y sordo ante las respuestas. Aunque las causas de la indignación que conducen a los chiflidos sean legítimas y válidas, su resultado directo es la construcción de discursos de intolerancia. 


La línea que separa los abucheos de la violencia es preocupantemente fina, y en la misma medida es referente del paso de la legalidad a la criminalidad. En muchas ocasiones los griteríos y las ofensas terminan convirtiéndose en violencia física, como ha ocurrido en los más recientes actos de campaña de Rodrigo Londoño, candidato presidencial del movimiento político de las reincorporadas Farc.


La candidatura de Londoño antes de pasar por la Justicia Especial para la Paz y a escasos días de haber dejado su fusil nos desconcierta a muchos, dejando un inquietante vacío ético en la arena política. Pero si los ciudadanos de bien, que rechazan los actos de violencia de parte de las Farc a lo largo de la historia, terminan atacando a golpes a los antiguos dirigentes de esa guerrilla, ¿con qué legitimidad abanderan el discurso del rechazo al uso de la violencia? 


Pero sobre todo, los abucheos poco aportan a la democracia en la medida en que construyen poco. Todo lo contrario, aumentan las brechas y la polarización. Por otro lado hay mecanismos de crítica mejores, más propositivos y constructivos. El debate es un mejor camino.

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