Yo tengo un Botero
Voluptuosa belleza y colorida poesía como las que produjo con sus pinceles y sus manos el pintor y escultor Fernando Botero.

Mi casa parece una galería de arte: no faltan cuadros de Van Gogh, Monet o Picasso. También tengo un Botero, uno de esos icónicos y voluminosos bodegones del maestro recientemente fallecido. Pero no nos hagamos ilusiones: las piezas, lamentablemente, no son originales; son unas reproducciones que he conseguido en diferentes museos del mundo. Ya quisiera yo tener un original de alguno de estos grandes maestros de la pintura universal.
Las coloridas y multiformes obras me inspiran y transportan a los momentos y épocas en que fueron pintadas. También me hacen pensar en la diversidad de interpretaciones que generan sus imágenes. Las concibo como una peculiar demostración del ingenio y la creatividad del ser humano, que cuando no se dedica a la guerra sabe producir belleza y poesía.
Voluptuosa belleza y colorida poesía como las que produjo con sus pinceles y sus manos el pintor y escultor Fernando Botero. Que es el artista colombiano más famoso y reconocido en el mundo no tiene discusión. Que sea el mejor, o el más talentoso, o el más creativo, o el más innovador, o el más profundo o el más trascendente de los artistas colombianos puede ser algo muy subjetivo, como todo en el arte.
Además del maestro Botero, Colombia ha dado al mundo grandes artistas como Alejandro Obregón, Débora Arango, Luis Caballero, Beatriz González o Doris Salcedo. Elegir el mejor es tan difícil como dilucidar cuál es el más destacado entre Miguel Ángel, Leonardo, Monet, Van Gogh y Picasso. O entre Bach, Mozart y Beethoven en la música. Además, no tiene sentido: aunque crearon una estética sublime, el arte no se trata de un concurso de belleza.
Heredero de la tradición clásica, del arte renacentista, del “Quattrocento”; de Piero della Francesca, de Giotto, de Rubens, el cultor del “boterismo” nos ha dejado el enorme legado de su prolífica, luminosa y monumental obra artística. Y no sólo como arte decorativo, ya que no está exenta de crítica a la realidad social, la injusticia, la violencia.
Una parte minúscula y quizás insignificante, pero para mí sugestiva de ese legado cuelga en una de las paredes de mi casa. Con sus variopintos tonos pasteles, sus voluminosas y provocativas frutas y sus enormes moscas revoloteando por la sala, el bodegón de Botero es una invitación constante al deleite de los sentidos y a la alegría de vivir.
Tras los homenajes en Bogotá y Medellín, la tierra que lo vio nacer; en la Colombia a la que siempre amó y pintó aunque no siempre estuvo en ella, los restos mortales del maestro Fernando Botero reposan ya en Pietrasanta, un pequeño y pintoresco poblado de la Toscana italiana donde vivió cerca de medio siglo y ahora yace con su esposa, la artista griega Sophia Vari.
Entre tanto, el mundo seguirá admirando por muchísimo tiempo la grandiosa obra del creador colombiano con sus entrañables y reconocidas “gordas”, aunque al maestro no le gustaba ese apelativo. Y yo seguiré mirando mi Botero a la espera de que sus descomunales moscas se posen llenando de más vida las jugosas y coloridas frutas.
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