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La Caja Maldita

Su curiosidad era infinita y quiso saber como hacía el locutor que anunciaba las canciones del Trío Matamoros y Pacho Galán para meterse en el viejo radio-gramófono Phillips construido con finísimas maderas holandesas.

El espacio entre los tubos calientes y rojos era demasiado estrecho para que alguien cupiera de cuerpo entero con su sonora voz, sin el riesgo de ser machacado por las cuatro bandas del viejo aparato.

Esa voz clara y limpia era como un amigo invisible que por la magia de un conjuro nocturno se quedó para siempre prisionero del amplificador especial, como un espíritu juguetón que pugna por salir y hacerse cuerpo.

La caja de música era un lugar a dónde ir, un espacio que entre la maciza geografía de la electrónica le permitía inventar sus juegos de explorador.

Los cuatro botones del sintonizador de la vieja radiola eran como los ojos de una bella mujer que dice palabras obscenas de invitación al placer, que él no pudo resistir.

Atraído por el magnetismo de la oscilación de los electrones y el rojo encendido de los cristales por donde juguetea la palabra, se metió por la trastienda del transmisor en su afán de sorprender al hombre de la voz que le hablaba como si fuera su amigo.

En los intersticios aún cálidos del aparato prendido, quiso descubrir las huellas que dejaron Alva Edison, Faraday, Morse, Maxwell y Hertz.

Tuvo la secreta ilusión de llegar al viejo cementerio en dónde reposan el radio Catedral de 1920 y los General Electric, Belmont, Crosley, Philco y RCA que le siguieron en la mágica tarea de convertirlo todo en sonidos.

Entró de soslayo por el eterno espacio que deja un bache, con la pretendida ilusión de ponerle cuerpo a la voz que en 1929 inició las transmisiones de radio en Colombia desde la Plaza San Nicolás de Barranquilla y de saber el nombre del locutor que en 1935 transmitió los dolorosos detalles de la muerte de Carlos Gardel en el aeropuerto Olaya Herrera de Medellín, el día que aquí nació el radioperiodismo.

Ajeno a los caprichos del destino, ese día el pobre hombre se metió de cabeza en el transistor y quedó atrapado entre el AM y el FM, como un muñeco de barro en la montaña rusa.

Su cuerpo se convirtió en un filamento condenado a recorrer frenéticamente el dial y su único sueño es que alguien reconozca su voz para que venga a salvarlo del encierro eterno al que lo sometió la maldita caja de música.

Ese pobre hombre no soy yo.