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La bella y colorida Catedral de San Basilio, a un costado de la Plaza Roja, en Moscú.
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Han pasado más de cien años desde el triunfo de la Revolución Bolchevique. En 1917, de la mano de Vladimir Ilich Ulianov, Lenin, los bolcheviques -la mayoría- lograron el cometido que venían fraguando desde años atrás y forzaron la caída del imperio de los Romanov. Los zares de Rusia de esa estirpe llevaban más de tres siglos en el poder y sus ramificaciones se extendían por otras monarquías europeas.

Lenin estaba en el exilio cuando se dieron las condiciones que permitieron que los bolcheviques se montaran en el poder hacia el mes de febrero y arrestaran a Nicolás II, el zar, y su familia.

Durante largos días fueron detenidos y confinados y, posteriormente, en julio de 1918 fueron masacrados. En esos hechos sangrientos murieron, además del zar, su esposa, su hijo el enfermizo Alexei, sus cuatro hijas y dos criados. Terminaba así una de las largas dinastías de todos los tiempos.

En Rusia comenzaría una de las etapas más trascendentales para su historia y para el mundo entero. Lenin era el líder máximo pero también tenía enemigos. Sufrió un atentado, quedó mal herido y falleció en 1924.

No alcanzó a ver cómo la naciente Unión Soviética se convertiría en una potencia política que habría de partir el mundo en dos polos radicalmente opuestos. Nunca imaginó que la lucha entre comunismo y capitalismo se prolongaría durante años y que un siglo después todavía tuviera un enorme número de simpatizantes a pesar de los fracasos evidentes del sistema.Poco tiempo después de su muerte, el cadáver de Lenin, embalsamado, continúa siendo motivo de visita y de peregrinación. Ignoro si los comunistas de hoy le seguirán manteniendo devoción como los comunistas de la era soviética. Pero, por lo menos en el Mundial de Rusia 2018, sigue siendo uno de los lugares más frecuentados por los turistas, que hacen largas, larguísimas filas para verlo.

Fachada de la edificación donde se encuentra la tumba de Lenin, en Moscú.
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En mi caso, tardé una hora y veinte minutos para llegar ante la tumba de Lenin tras comenzar a hacer la fila, bajo un sol reluciente y una temperatura cercana a los veinticinco grados centígrados. Una vez se ingresa a la Necrópolis de la Muralla del Kremlin, se siente el peso de la historia plasmada en las tumbas de los líderes que forjaron dicha Revolución.

Avanzando por uno de los costados, uno se va encontrando con las tumbas individuales de personajes como Merkúrov, Kalinin, Voroshilov, Leonid Brezhnev, Yuri Andropov y Konstantin Chernenko. Por supuesto que también está la de José Stalin, pero esa es otra historia. Todos ellos, forjadores del imperio soviético, en algún momento miraron desde allí, como jefes o mandatarios, la majestuosidad de la Plaza Roja.

El asunto es que tras la muerte de Lenin, quien asume el poder es Stalin. Y ahí comenzó uno de los episodios más trágicos para la humanidad y para los propios soviéticos.  Stalin, convertido en un sátrapa y genocida, se dedicó a masacrar a amigos y enemigos por doquier en un número tal que nadie se ha puesto de acuerdo para calcularlo. Millones, tal vez.

La Segunda Guerra Mundial, no obstante, le ayudaría a lavar la cara, puesto que la participación de este inmenso país en el conflicto, de mano de sus aliados ingleses, estadounidenses y franceses, entre otros, acabó con el sueño de ese otro demente llamado Adolfo Hitler.

Por eso acá, la Gran Guerra Patria, como se le llama, que costó la vida a entre 25 y 28 millones de jóvenes soviéticos, es un asunto sagrado. Y le reconocen a Stalin la firmeza con la que actuó para contener a Hitler, aunque libros nuevos que se han publicado dan cuenta del miedo que el líder soviético le tenía al hampón alemán. Lo cierto es que acá en Rusia no se discute --ni se acepta otra versión-- que los soviéticos acabaron con los nazis. Recuerdan que fueron ellos los que entraron al búnker de Hitler y se llevaron lo poco que quedó de su cuerpo calcinado.

Monumento en honor a Stalin, en Rusia.
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Tras la muerte de Stalin, en 1953, su cadáver momificado fue puesto al lado del de Lenin. Pero no duraría mucho. Con el paso de los años y de la mano de Nikita Krushchev, se destapó todo el baño de sangre que había desatado.

Discretamente, el cadáver fue sacado del Mausoleo y puesto en la parte de atrás, en donde reposa hoy, justo con un busto que le rinde tributo, al lado de los otros mandatarios soviéticos. Pero ahí está, a pesar de lo que el gran escritor, premio Nobel de Literatura, Alexander Solzhenitsyn, había denunciado en un libro inolvidable: Archipiélago Gulag.

Y eso es lo que vemos hoy en medio del Mundial: el cadáver momificado de Lenin sigue siendo, como he dicho, un lugar obligado de visita. Cuando uno entra al mausoleo, un monumento de granito relativamente pequeño, es inevitable conmoverse.

Tenuemente iluminado se ve el cadáver. La mano derecha, blanquísima, está recogida, como quedó tras la parálisis que sufrió el líder ruso. La mano izquierda, extendida. Viste un traje azul oscuro, una camisa blanca y una corbata azul con pepas blancas. Parece plácidamente dormido. Su frente amplia y su barba en perilla, rojiza, destacan desde afuera. De la cintura para abajo, solo una manta oscura. Nunca se ha revelado si el cadáver conservaba todavía las piernas.

Los cuatro guardias que lo custodian solemnemente advierten que no se puede sacar fotos ni filmar. Y están atentos a cualquier movimiento, por cuanto en el pasado el Mausoleo ha sido objetivo de vándalos y terroristas. Por eso uno ve el cuerpo de Lenin a través de un vidrio de protección a prueba de balas.

A la salida, se avanza por otro corredor que termina en una esquina en la que la sorpresa es encontrar la belleza de la Catedral de San Basilio, un bello y colorido templo ortodoxo a un costado de la Plaza Roja.

Rusia, es evidente, conserva su historia y la preserva como una necesidad de demostrar la grandeza de su pasado pero también la sangre derramada en tantos episodios de su largo camino.

 

Por Juan Manuel Ruiz, enviado especial a Rusia.

Fuente

RCN Radio

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